Padre Nuestro que estás en el cielo...
Rezaba Isaías a la luz de un quinqué que
descansaba en la mesita de naranjo al lado
de su cama.
Todas las noches, antes de consagrarse al descanso
angelical, rezaba por precepto familiar un Padre Nuestro
y un Ave María, para poner a su alma, al decir de su
madre, a buen recaudo.
Una noche, tras vivir durante el consiguiente día una
impactante experiencia: Mientras compraba el pan
fue testigo de un atraco en la panadería, llamó a
capítulo al creador con la solicitud de un padre de familia
irritado que debía reprender a su hijo por alguna fechoría:
Padre, ha visto que, incluso hoy, que estoy visiblemente
contrariado con usted, he cumplido con mis deberes de
fervoroso cristiano, que aún me siento.
Se me dijo de pequeño que su divinidad tendió sobre el
orbe un manto de paz y amor bajo el que poder abrigarnos
del frío del mal, pero he comprobado hoy que todo lo que
embelesó mis tiernos oídos infantiles se me revela como
una ráfaga de vulgar patraña. ¿Por qué pasó lo que pasó
esta mañana en la panadería? ¿Acaso consentiste que
todos los allí presentes pasáramos ese trago amargo por
nuestras gargantas?
Isaías experimentó tras la imprecación como su devoción,
guisada a fuego lento desde la blanca cuna que ahogó sus
primeros vagidos, se desmoronaba sobre su almohada como
un terrón de azúcar claudica ante el poder disolvente de una
taza de Cola Cao.
Desde ese día, el niño que se imaginaba siervo de Dios de
por vida, rasgó sus vestiduras y sus creencias para no
zurcirlas nunca más.
A pesar de las instigaciones de su madre su decepción
sentenció su fe.