No era una mañana tan fresca pero llevaba un gran abrigo para no dejar apreciar mis piernas.
Al bajar del auto y agradecer al chofer que me trasladó, fuiste a la primer persona que miré.
Agaché mi cabeza, recordando el mensaje que me envíaste la última vez: \"Sabes que estoy y estaré si me necesitas\"... que vil mentira.
Caminando hacia ti y otras compañeras que me ofrecían un pésame por la muerte de mi abuelo, me miraste con esos ojos cristalinos y optaste por abrazarme. Primer algodón pegado a mi corazón.
Repetiste la frase que venía en ese mensaje y con cordialidad y elegancia, simplemente decidí agradecerte y alejarme. No dejabas de mirarme y soltaste las primeras palabras. Sugeriste la primer conversación en un silencio incómodo y me propusiste sentarme a tu lado en el autobús.
Desde nuestra subida, la plática era cada vez más fluida, y la espontaneidad nos sobraba. No dejabas de frotar tus manos en mis piernas, en mis manos, en mi cara. No dejabas de acariciar mi cabello y observar detalladamente mis labios y mis ojos.
Comenzamos a hablar de aquello que no queríamos hablar y me confesaste que morías por besarme y extrañabas gran parte de mí. Empezaste a llorar. Segundo algodón pegado al corazón.
Entre estas charlas, tus suspiros parecían ahogarte y no dejabas de tocarme.
Entre más pasaba el tiempo, más seguíamos con este juego de risas, de comentarios, de recuerdos, de lágrimas, de aclarar situaciones, de todo aquello lleno de nosotros, en una esencia purificante. Otros algodones pegados al corazón.
Nos debíamos risas. Nos debíamos miradas. Nos debíamos declaraciones. Nos debíamos los \"te extraño\", nos debíamos escucharnos. Nos debíamos sentirnos. Y nos debíamos un baile. Como en muchas fiestas, muchas noches. Y no dudaste en tomarme la mano y escapar en la primer canción. Nos debíamos varios brindis. Nos debíamos abrazos. Y como lógica, nos debíamos besos. Por eso no dudaste, y cuando decidimos escapar para ir a jugar en los elevadores... robaste lo que pudiste, y tu cuerpo se debilitó, y tus piernas temblaban y tus ojos y tu voz. Y tenías miedo, pero ahí estabas.
Y seguimos con esta rutina de besos, de risas, de caricias. Y también nos debíamos hacernos el amor. Algodones pegados, casi cubriendo todo el corazón.
No lo dudamos y corrimos a ese hotel barato, con una cama incómoda y sábanas frías.
Los besos que nos debíamos fueron la apertura del deseo que se desbordaba por nuestros poros. Siempre voy a adorar tus caricias, que saben exactamente cómo y dónde tocarme. Tus manos que encajan y acepta mi cuerpo y mi piel cuando suelen deslizarse como niños en resbaladillas, con tanta armonía. Como me desnudas lentamente, mientras lo que cada prenda va descubriendo, tus labios van mojando, como si les dijeras \"Bienvenido\".
Me sentí en un sueño, donde nos encontrábamos flotando en una nube que se encontraba a la altura de la tierra. Raspados por nuestras heridas y curándolas como si fuéramos ángeles que con un simple dedo, hacen que desaparezca. Como si nuestros corazones frágiles después de estar dañados, estuvieran cubiertos de algodón; tan suaves, recién curados y con toda la intención de que estén protegidos.
Que dichoso es dejarnos llevar en esta cama, donde no estamos discutiendo, y todo lo que era, dejo de ser. Y todo lo que fuimos volvió a ser.
Por que nuevamente como dos locos, hicimos el amor. Nos debíamos.
Y me acurruqué en tu pecho, y acariciabas mis senos, y mis manos; mi sexo y mi rostro, mi corazón y mi alma. Estábamos sedientos de nosotros. Y en el preciso instante donde estaba tiendo el primer orgasmo, te miré a los ojos, estremeciéndome y arañando tu espalda, agitada en el suspiro y las ganas de gritar, diciendo que te amaba, a ti y a nadie más. Y al finalizar esos 18 segundos intensos de placer, comencé a llorarte a ti, a mi y a lo nuestro, en una cama llena de sangre, de lágrimas, de sudor y de nosotros.
Una cama que era un campo de batalla, y también de tregua. Donde los locos no siempre hacen guerra, sino también el amor. Con corazones en mano cubiertos de algodón.