Nadie se ha dado en descubrir un ente omnisciente
que con solo leer las máculas de los ojos pueda saber
los misterios insondables que pueda guardar un alma
humana, es imposible...
Esta frase golpeaba el pensamiento de Heinrich como
si se tratara de un martinete accionado desde lo más
recóndito por un diablo cojuelo y jocundo.
En ese momento, en que una suerte de angustia kafkiana
abatía su confianza, en que se dirigía a encontrarse con
Adelaide en el café vespertino acostumbrado, un latido
incesante en la sien derecha le hacía apretar el paso como
si le llamara la desgracia desde el más allá.
Deseaba tanto que el encuentro con su adorada amiga fuese
un edén florecido que, la sola posibilidad de fracaso, la
insoslayable declaración de su situación civil, ya que estaba
casado solo en lo formal, le hacía tambalearse ante la esperada
, o casi esperada, incomprensión por inconveniente para ella.
Ella era una chica inmaculada al amor, sin roce alguno sobre
su piel que provenga de las dentelladas del desánimo que corre
parejo al desencuentro afectivo.
Ella nacía a la vida desde fuentes de agua cristalina, que para
Heinrich, hombre ya ducho en amores, devenía agua bendita.
Para él la oportunidad que el destino le brindaba era de tal
importancia, por suponer un borrón y cuenta nueva, que no
quería dejar cabo alguno a la improvisación.
Al día siguiente, saludó al sol abriendo las ventanas de su alma
en compañía de su amada, que supo ver en él su verdad , su luz,
desdeñando las tinieblas que el recelaba se desatasen como fatal
tormenta.