Lo que más duele, sobremanera,
no es la herida funesta que deja, o que queda,
sino aquel infortunio del nunca será.
Nada hay, más doloroso, que lo que no quiere existir.
Nunca será el amor, en nuestras venas, por ejemplo,
o este país, nunca será más nuestro.
Ese nunca será que no será nunca pronunciado
también duele fuerte, y duele como un dolor, o un miedo,
y quebranta las veces que sea necesario, mientras se está uno solo y desintegrado;
o como la negativa de la muerte a la vida,
así duele fuerte este designio insospechado.
Este inédito destino del nunca será.
Hay un nunca será en cada historia de vida.
Y, considerándolo, ¡qué tal fuese
que nunca hubiese sido aquel nunca será! Bastante
de lo poco, y, por lo demás, pedagógico, como nunca antes algo había sido.
Sin embargo, por una paradoja, ironía o sarcástica bienaventuranza
este nunca será que tanto llamo, jamás nunca dejará de ser.
Un completo dilema se hace en vida,
cuando uno, enamorado, se encuentra
contra todo propio deseo
entre el nunca será y el quiere ser.
Por lo pronto, nunca acabaré de entender
lo conveniente que resulta
que nunca sea lo que quiero que sea.
Seguiré, no obstante, dilucidando,
si entre tú y yo
nunca seré <<yo>>, o si nunca serás <<tú>>. La cuestión
más bien, pienso yo, es preguntarse
por el sentido del nosotros. Si es que acaso
no será,
nunca fue,
o no querrá nunca, ser.