Necesito dar un golpe de efecto.
Dar un puñetazo sobre la mesa para disipar cualquier duda
acerca de mi capacidad de soportar sobre mis hombros la
responsabilidad de conservar el legado que se me dio con la
muerte de mi padre Felipe, de liderar la guerra santa contra
el infiel turcomano, que espera su oportunidad a las puertas
de Oriente.
El Rey Felipe el tercero se debatía entre dos impulsos que
latían en contradicción: por una parte no deseaba el destierro
de una parte tan importante y cualificada de la población, que
era la depositaria principal de los saberes andalusíes, y por otra
sí lo deseaba como muestra fehaciente de su firmeza contra la
amenaza turca, que crecía bajo el yugo de la inquietud.
A fin de cuentas, y con la amenaza de la muerte del príncipe
heredero, que a sus escasos cuatro años se aquejaba de unas
peligrosas fiebres cuartanas, se decidió por decretar la expulsión
de los moriscos, que se haría efectiva en apenas cuatro años, de
manera escalonada, y que afectaría a unos trescientos mil seres
humanos arraigados en las tierras hispanas desde hacía muchas
generaciones.
El fervor religioso, su condición de rey de las Españas y con ello
de adalid del cristianismo, y su deseo de sentirse digno heredero
de su padre ganaron el pulso a sus recuerdos de niño, que con la
misma edad que su hijo tuvo que ser atendido por un físico
morisco, que consiguió salvarle la vida in extremis.
Su sentido del deber, un deber autoimpuesto y construído por
sus creencias y prejuicios, solo por él mismo y nadie más, actuó
como el peor de los verdugos sobre una ingente cantidad de
almas inocentes, que se difuminaron por el norte de África, yendo
al reencuentro de unas raíces todavía más profundas si cabe que
las que acababan de arrancar.