Descubrimos muchas cosas de la vida, al paso de las sombras. No somos superiores ni inferiores ni compramos la vida ni hacemos cambalache ante la muerte; ignoramos quizás los momentos pasados u olvidamos entonces que algo aprendimos de ellos, ¿qué inútil sería recordar, sin haber tropezado con la piedra? Son los pequeños obstáculos los que engrandecen al hombre y, un golpe mortal deja huella, un estigma que cicatriza lento a lo mejor jamás sucumbe porque siempre le hemos de recordar.
Descubrimos entonces que el regalo más costoso de la vida no es sólo abrir los ojos y mirar el cielo, escuchar el latido del corazón; (que pequeños somos ante el milagro de la vida) nos falta lo primordial agradecerle al ser Supremo este obsequio ya que por lo tanto o para entonces habremos de terminar lo que dejamos pendiente…
Decía Jaime Sabines “aprendí que el pueblo no tiene un nombre”. En un solo verso hay una reflexión inmensa, sencilla quizás en su contexto porque cada minuto de vida tiene un nombre, al igual que la muerte también tiene su nombre.
En fin la muerte es sólo un soplo donde los recuerdos callan, los escritos quedan inconclusos, dejamos parentela -pero jamás morimos-
¿quién muere del todo…?
La tienda de la esquina, el poste, la calle recorrida, el teléfono, los lentes, los libros y palabras. Ahí está quien se fue y, no se ha ido. La muerte no es más que un grito desesperado, un lamento al cerrar la mano, el humo del cigarro que se expande, a travesar lento de una acera a otra acera.
Descubrí –no sé- sin querer. Que no hay peor muerte que la soledad y el olvido. No estoy solo me acompañan mis recuerdos tal vez olvidado sí pero no reprimido. Me moriré mañana, porque mañana es hoy, porque hoy es cualquier día.