Ahí están los lirios
muriéndose en sus propias hojas
sobre el lago azul oscuro casi negro.
Ahí está la ciénaga
deslumbrando impura en la tristeza de los arboles,
que no la ven rendirse
pero lloran.
Porque en el centro pantanoso donde su corazón se expande,
justo en la primavera de su tragedia,
se proclama sin tregua una flor Blanca.
Que pronuncia su belleza sin letras ni canción de gotas negras,
de inocente fragilidad ingenua
que quiebra el barro de voces en pena
y trasciende.
Creyéndo alcanzar el límite imposible del cielo en el crepúsculo que para ella es inmortal.
Asegura incluso que con sus pétalos auspiciosos de seda,
las nubes rodearon su brillo de estrella y la sacaron a bailar.
Esta flor ya marchita navegante de sus caricias con el viento,
se tambalea entre sus sueños de invensible planta.
Ciega por el brillo que el sol deja caer en sus petalos de espejos azules como el nacimiento del lago donde los lirios mueren.
Ciega por que desconoce la tierra donde se eleva.
Desconoce el invierno eterno que bajo sus raíces impera.
Porque esas nubes donde sus recuerdos diluviantes de luz amarilla danzan sin prisa,
son pura niebla burbujeante.
Son la bruma que perfuma la podredumbre vacía que arquea la columna vertebral de los troncos viejos abstenidos en desvanecerse bajo la memoria del bosque.
La flor que creyó tener un nombre,
se entierra sin percatarse lentamente en el beso de la grieta herida,
cubierta por esa tibieza caprichosa de tinieblas que la ocultan de la libertad supralunar que guardan las águilas de fuego.
Derrotada ante la magia que su aura de prado presume,
nunca muere.
No se pierde:
Porque nunca se atreve a morir.