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Aedea, la aguadora del bosque encantado (Cuento)

 

Se levantó temprano aquel día. Salió de casa poco antes de la salida del sol. Llevaba una tinaja entre sus dos pequeñas manos. Paciente recogía las gotas del rocío mañanero, una a una, hasta llenar el recipiente.

Se dirigía luego hacia el bosque encantado. La esperaban sedientas las hadas de la aurora. A todas daba de beber, una a una, mientras entonaba un dulce canto. Aquel día, si no recuerdo mal, era el final de la primavera.

A la vera del camino dorado, ese que lleva a la cascada madre, encontró a un ser fantástico. Se encontraba en posición fetal. Tenía dos alas que se encontraban extendidas. Sus cabellos oscuros despeinados. Sus ojos estaban cerrados. Su tez pálida denotaba sufrimiento. Sus manitas diminutas, hacían las veces de almohada.

Aedea dejó la tinaja a un lado y se acercó curiosa sin hacer ruido. Al estar a su lado se inclinó, alargó su mano derecha y acarició la frente de aquel ser. No hubo ninguna reacción. A cierto punto se dio cuenta horrorizada de lo que sucedía. Tapó su boca para ahogar un grito. Justo debajo de sus costillas había rastros de sangre. Pensó lo peor. Quizás estaba muerto. A cierto punto aquel ser, comenzó a moverse y emitió un quejido.

¿Qué te ha sucedido? – preguntó –.

La criatura abrió sus ojos y miró a Aedea.

Un cazador del bosque me ha herido – respondióle con un hilo de voz – Como pude – continuó – llegué volando al bosque y, a cierto punto, me desplomé. Sentí como la vida se me iba yendo. Es agudo el dolor que siento. ¿Quién eres tú? ¿Cómo te llamas?

Me llamo Aedea. Soy una de las aguadoras matutinas. Todas las mañanas vengo a dar de beber a las hadas del bosque. Dicen que el agua que porto es medicinal. Podemos probar y darte un poco de beber a ver si sanas. En verdad no te debería dar, porque es exclusiva de las hadas, pero en estas circunstancias, asumo la responsabilidad –.

Como veas. No creo que esa agua pueda hacer mucho por mí. Siento que ha llegado mi fin. Pero no cuesta nada probar –.
Aedea se levantó y fue a buscar su tinaja. Quedaba muy poca agua. Como pudo tomó lo restante y con mucho cuidado se lo dio a beber.

Despacio, bebe despacio. –

A cortos sorbos tomó el agua. El solo esfuerzo lo dejó aún más débil. Aedea como pudo lo recostó en su regazo. Le acariciaba la frente mientras le cantaba. Le gustaba mucho cantar. Tenía voz suave, muy bien afinada. De ahí el origen de su nombre. Aedea era, según la mitología griega, la musa de la ejecución de la obra artística; es la de la puesta en escena como tal, ya que es ella la que se encarga de leer, recitar, tocar (instrumentos) o cantar. Nació con un sublime canto en su boca y por ello su madre le dio ese nombre. 
Aedea tuvo compasión de la criatura. De repente se dio cuenta que la hemorragia se había detenido y comenzaba a recobrar el color de sus mejillas.

Descansa – le dijo – No te preocupes yo estaré aquí y nada malo te ha de suceder. Verás que de ésta saldrás.

Se levantó con sumo cuidado, lo tomó en sus brazos y fue a sentarse donde daba el sol mañanero. Dejó que el astro rey lo acariciara. Segura estaba que sus rayos también lo aliviarían.
No supo cuanto tiempo estuvo ahí. Pero lo cierto es que a cierto punto, la criatura abrió sus ojos de nuevo.

¿Cómo te sientes? – le preguntó Aedea – Me da la impresión de que estás mejor. Se te ve otro semblante. El agua te ha sanado. ¿Cómo te llamas?

Me siento mucho mejor. Ya no tengo dolor. Mi nombre es Vinnat. Soy un elfo del bosque. Mi nombre significa: “brisa del atardecer”. Ayer en las primeras horas del ocaso salí a dar un paseo. Me encontré sin darme cuenta con un cazador y éste me disparó. La verdad es que no sé como pude llegar hasta aquí. Si no hubiera sido por ti ya estaría muerto a estas horas. Te estaré eternamente agradecido.

Aedea le regaló su mejor sonrisa. Era de pocas palabras. En forma mágica Vinnat se iba recuperando hasta ponerse de pié.

Bueno, veo que estás ya bien. A este punto tengo que irme, se me ha hecho tarde –.

Yo también he de irme. Se habrán preocupado por mí. Mi casa se encuentra detrás del volcán sempiterno. Volando tardaré unas cuantas horas. Pero me siento muy bien, recuperado y con fuerzas. Todo gracias a ti amiga. Nos volveremos a ver, de eso estoy seguro –.

Le dio un abrazo en agradecimiento. Desplegó sus alas y se perdió al horizonte.

Aedea regresó contenta a casa entonando un viejo canto.

Al llegar a su morada notó algo extraño. Al entrar se dio cuenta de que los ancianos de la tribu estaban reunidos en la cocina. La esperaban. Su padre y su madre estaban en un rincón. La vieron con ojos un tanto tristes. Se les notaba preocupados. Ella depositó su tinaja donde siempre lo hacía después de llegar de su faena.
Al anciano mayor, un hombre corpulento de barba gris, se levantó apenas la vio y se dirigió a ella.

Finalmente has llegado – su voz era firme, en un tono un tanto elevado – hemos sabido – prosiguió – que has utilizado el agua de las hadas con otros fines. Sabes perfectamente que ese agua solo es para las hadas del bosque encantado. No es lícito utilizarlo para otra cosa. Se la has dado a una criatura del bosque ¿Por qué lo has hecho?

– Excelencia Reverendísima. Ante todo mis respetos – su voz era temblorosa – Dicha criatura había sido gravemente herida por parte de un cazador. Se encontraba en precarias condiciones. Apunto estaba de morir. He sabido que el rocío tiene poder curativo. Me tomé la libertad de darle un sorbo. Ya había cumplido con mi misión y algo me había sobrado.

¡Muy mal hecho! – díjole el anciano recriminándola. Se sumaron los otros ancianos a través de un murmuro reprobatorio –

Yo pensé… –.

Ese es el mayor problema – le interrumpió brúscamente el anciano – Tu no debes pensar. Tu debes actuar y hacer lo que debes. Es muy simple. ¿Es que no llegas a comprender eso Aedea? Nos has puesto en una situación vergonzosa. Tanto a tus padres como a nosotros. Esto no se puede quedar así. Tenemos que darte un castigo ejemplar, porque si no, las otras aguadoras comenzaran a hacer lo mismo que has hecho tú – .

La pobre era incapaz de levantar los ojos del pavimento. Un frío intenso recorría su espina dorsal y la sensación de tener mil mariposas revoloteando en su estómago, se hacía más fuerte. Le parecía que la cosa era un tanto exagerada. En teoría no debía hablar; estarse callada, pero no resistió. Al final, si la iban a castigar ¿qué más daba?

Con todos los respetos que usted me merece. Creo que se está exagerando. He dado del agua que sobraba a alguien que la necesitaba. El maestro mayor (que en paz descanse), en su lecho de muerte, me dijo: “Querida Aedea, siéntete libre para hacer el bien”. Eso lo he hecho norma de vida. Me he sentido libre para ayudar a ese pobre ser. De hecho le he salvado la vida –.

– ¿Te atreves a respondernos y a poner en tela de juicio nuestra decisión? Esto es el colmo. Pues decidido. Tu castigo será el máximo. Mañana a primera hora, delante de toda la comunidad, tu tinaja será destruida. Acto seguido abandonarás la comunidad para siempre –.

Al unísono se levantaron y se marcharon.

Era la pena capital. Cada aguadora, al momento de nacer, se le asigna una tinaja. Sería su tinaja para toda la vida. Al momento de morir venía destruida. Si la tinaja se rompía, estando ella aún con vida, solo tendría dos días de vida.

La madre de Aedea salió corriendo y abrazó a su hija. Lo mismo hizo su padre.

Hija mía ¿qué has hecho? – le dijo su madre entre llanto –.

– Nada que no hubieras hecho tú madre querida. Me parece una exageración lo que han determinado. Ustedes – miró a sus padres – me han enseñado que ante la necesidad hay que dar una mano. No he hecho nada malo, nada que no volviera a hacer si la oportunidad se me presentase de nuevo. – lloró desconsolada abrazada a su padres –.

A la mañana siguiente a las 8.00 en punto, reunida toda la comunidad en la choza mayor, el anciano jefe destrozó la tinaja de Aedea. Acto seguido ella abandonó la comunidad para siempre. No se le dio la oportunidad de despedirse de nadie.

Con la frente en alto se fue por el sendero que lleva al bosque encantado y se adentró en él. No quiso mirar hacia atrás. Ya segura que nadie la miraba, se sentó en una de las rocas del camino y dio rienda suelta a sus sentimientos. Lloró amargamente, sobre todo por lo injusto de lo sucedido y por la incomprensión. Seguía pensando que habían exagerado, pero no le quedaba otra. Esa era la recompensa que había recibido por un acto de caridad. No se arrepentía de lo que había hecho. Tenía solo dos días de vida.
Pensó: “tengo dos opciones, seguir llorando mi pena, mi mala suerte, o vivir a plenitud estos dos días que me quedan. Pues opto por lo segundo. No quiero auto compasión. Sigo pensando que es una injusticia, ¡pinches viejos….! ” Enjugó sus lágrimas, se levantó y comenzó a caminar.

El bosque encantado le ofrecía todo su esplendor. Los helechos a su paso la acariciaban y le hablaban lenguas desconocidas consolándola. Nunca vio las flores salvajes tan hermosas como ahora. Las aves le ofrecían sus más hermosos cantos. Se soltó el cabello y lo dejó jugar con el viento. Caminó, caminó y caminó sin rumbo. Era extraño, pero se sentía libre, plena. Comenzó su canto y al compás del mismo, ninfas de diferentes colores vinieron a hacerle compañía. Al llegar la noche se reposó debajo de un sauce. Se quedó mirando las estrellas, siempre las había admirado. Le parecían hermosas, con aquel brillo, aquel titilar. Le gustaría haber nacido estrella porque así podría ver todo el mundo y alumbrar. Contemplando las mismas se durmió. Tuvo los más hermosos sueños que se pueden tener, todos a colores. A la mañana siguiente se levantó temprano. Se alimentó con polen y néctar. Siguió su camino errante.

Sentía nostalgia de su familia. No quiso pensar más en lo sucedido porque le causaba gran tristeza. Había decidido vivir a plenitud lo último que le quedaba de vida. Corrió, jugó con todos los seres que encontró. A primeras horas de la tarde, de su último día de vida, se sintió muy cansada y con dificultad para respirar.

Es el fin – se dijo –.

Caminó hasta la orilla del gran río y se sentó en su rivera. Disfrutó de todo el paisaje que se le ofrecía. El cansancio iba en aumento. Se recostó arrullada por el sonido de las aguas y entrecerró sus ojos. A cierto punto sintió que alguien estaba a su lado. Al abrir sus ojos, cual no sería su sorpresa, cerca se encontraba Vinnat. Al verlo sonrió y trató de incorporarse, mas estaba demasiado débil.

¡Tranquila! – le dijo con voz serena – ¡No te muevas! No estás sola en este momento. Yo estaré contigo. – Se inclinó, acarició y beso su frente.

Lenta la vida la abandonaba. Extrañaba a los suyos pero no se sentía sola. Alguien estaba a su lado. Alguien le sostenía su mano mientras concluía su peregrinar por este mundo.
Calaba la noche, fresca y elegante. La luna se asomó en silencio. Los luceros ofrecieron sus mejores destellos. Las luciérnagas se posaron al rededor de ambos dando su mejores resplandores.

Vinnat sostenía la mano de Aedea. A cierto punto vio su alma abandonar el cuerpo. Era luminosa. La tomó en sus manos y comenzó a volar hacia la alturas. El cuerpo inerme de Aedea, al ser abandonado por su alma, comenzó a desintegrarse hasta convertirse en un puñado de cenizas. Vinnat siguió elevándose llevando consigo el ánima luminosa de Aedea. Al llegar a lo más alto del cielo, la colocó en un punto y la contempló. Se había convertido en una hermosa estrella. Lo que Aedea siempre había querido. Desde lo más alto, podía divisar todo el mundo.

Ahora tendrás otra misión querida amiga – le dijo el Elfo – Cada estrella que ves, es uno que ha dejado el mundo terreno. El cielo esta plagado de las mismas. Tú serás la encargada, de ahora en adelante, de guiarlas y colocarlas donde te plazca, asignando a cada una el nombre que te plazca. También serás guía de navegantes, aventureros y caminantes. Un nombre nuevo tendrás. Estrella Polar, te llamarás. Tu luz, jamás se apagará.

Cada vez que veamos la estrella polar, recordémonos de esta historia. Sintámonos siempre libres para hacer el bien, sin mirar a quién. 

 

 

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