Walter Luis

El Avila

El Ávila

Llegados a Caracas en un día de septiembre, nos instalamos en un hotel que en un tiempo simbolizaba la hotelería caraqueña: El Ávila. En la recepción había un cuadro con la foto de un tucán. Me sentí un poco despistado; el monte que rodea a la ciudad se llama El Ávila y el ave nacional es el turpial ¿por qué el pájaro del cuadro era un tucán?

Ya en la primera salida descubrimos que el conductor del taxi no paraba cuando el semáforo estaba en rojo.

Nos preguntamos ¿nuestra estadía se convertirá en una serie de errores y contradicciones? Decidimos dejar a los acontecimientos correr, y por ellos llegar a la verdad.

Cuando viajábamos por lugares abiertos vimos el imponente monte desafiándonos. Escalarlo era una empresa imposible, pero subir en el funicular nos pareció razonable. Pedimos al taxista que nos llevara a la estación del teleférico, para llegar con él a la cima del gigante verde.

Y el viaje comenzó; en un ascenso lento nos internamos en la aventura. Árboles centenarios nos observaban en el trayecto; en los terraplenes algunos yacían vencidos por el tiempo o las tormentas. Dentro de la pequeña cabina no alcanzábamos a ver la totalidad del grandioso espectáculo, por el efecto que causaban la altura y la lejanía y la presencia de hierros retorcidos, partes de un funicular anterior diseminados cual restos de un accidente ferroviario.

Quisimos introducir en nuestras vivencias los breves cuentos y leyendas indígenas escuchados, pero éstos volvían a nuestras conciencias en desorden, sin solución de continuidad. Dejamos al azar el buen éxito de nuestro paseo.

Al cabo de media hora estábamos en la rampa final, en la que estacionó el vehículo. Al salir hacia el paseo un olor a humo y pinos se incorporó a nuestra respiración.

Algunos visitantes corrieron hacia los puestos a comprar refrigerios o golosinas; continuamos sobre la amplia avenida para caminantes, observando el paisaje y los puestos de comida y "souvenir". El aroma de morcilla asándose me trasladó a momentos anquilosados en mis recuerdos.

Mi curiosidad me condujo hasta las parrillas pero no pude acercarme, pues un grupo de escolares acompañados por sus guías esperaban por sus encargos, todo el stock destinado para la venta de ese día. Resignado, continué caminando.

Minutos más tarde subimos al teleférico para regresar a la ciudad. En la mitad del descenso puse una mano en uno de mis bolsillos y uno de mis acompañantes preguntó – ¿qué tienes en el bolsillo, que nosotros no hemos visto? No contesté; me di vuelta y comencé a observar la admirable vista; con disimulo abrí la bolsita, y le di un buen mordisco a mi sándwich de morcilla.

(Dentro de mi libro "Cuentos de aquí... y de alla")

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