Me preguntó un viejo sátiro:
¿Que traes allí en el pecho?
Es una esfinge –le dije–
y la pobre convalece.
No te dejaran entrar
–me dijo– con ese insecto
medio muerto y abulado
en el centro de tu pecho.
Señor, nadie va a notar
una muerte diminuta
–contesté– y miré unas alas
como soles apagados.
La medida no interesa
–objetó–. Si abres tu pecho
la más mínima amargura
puede crecer inmensamente.
No podrás pasar, me dijo.
¡Maldito! –grité furioso–
y me dí la media vuelta.
En el centro de mi pecho
donde habían penetrado
las diminutas alas de la muerte
en contorno al corazón
comenzó a edificarse una crisálida.