Caían lentas las gotas de la tarde, el viento fresco del norte se alimentaba de ellas.
La noche avanzaba silenciosa, elegante, regia.
A lo lejos se escuchaba el canto de los pájaros. Tristes lamentos que despedían el día que fenecía.
Ahí estaba, sentado en su butaca. Desgranaba el tiempo como si se tratase de un rosario eterno.
Los últimos rayos de sol entraban por la ventana, dándole un aire melancólico a aquella humilde habitación. Testigo silente de sus horas de alegría, de sueños, de amores, de esperanzas… Cuatro paredes que no lograban encerrar sus anhelos, ya que su alma noble y libre, creada para amar y ser amada, era imposible de aferrar.
Sus letras, perdón, quise escribir sus alas, le daban vida y le permitían expandirse lejos, hacia mundos lejanos, desconocidos.
Amaba el silencio, la música suave, el aroma fresco, la lectura agradable y, sobre todo, dejarse llevar por su amada y caprichosa musa.
Acariciaba personajes que esperaban adquirir vida en sus cuentos y relatos.
Nacía, moría, revivía en fábulas fantásticas donde la imaginación era la regente.
Era hombre, mujer, niño, niña, anciano, pobre, mendigo….poco importaba lo que fuere, mas lo que trasmitía a través de su pluma.
Cerraba sus ojos y dejaba fluir. Elevaba el ancla y partía. Sus sentimientos y recuerdos eran las velas que se desplegaban al iniciar su travesía. La inspiración, el viento que empujaba la embarcación hacia horizontes eternos.
Era capaz de escuchar el sonido del rocío mañanero, mientras besaba la natura salvaje.
Saborear el ocaso marino, tocando con sus pupilas, las olas en su danzar incansable.
El amanecer le ofrecía sus colores de esperanza, que con deleite plasmaba en sus prosas.
Una estrella lejana le habían narrado su más querida fábula.
Su vida misma se iba convirtiendo a través de su pluma, en una historia, en su amada historia.
Sumergido en su mundo, suspira, mientras bebe sorbo a sorbo, del cáliz cristalino de su existencia. Escribe, solo escribe porque para él, vivir es sinónimo de existir.