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SIMÓN BOLÍVAR

 

 

SIMON BOLIVAR

 

¡Qué buena monta trae el caporal!. ¡Que ni fuera de aquellos regios potros de Castilla, la Real!.

Viene de un arreo cabalgando un ruano cabos blancos hacia el límite oriental.

 Con suave toque  de rienda, el caballo se detiene y presto se apea, el jinete llanero.

Cuando pisa el cuerpo blando, la mapanare se enrosca, y con la cabeza en ristre tira como un latigazo la mordida.

Dos pequeños brotes enrojecen la piel del hombre en  su tobillo y un fuerte ardor le hace contraer el gesto. El machete parte a la víbora en pedazos y el reptil queda enroscándose en el pastizal entre la sangre, cuando vuelve a montar.

 

 

Es un habitante de la llanura intertropical, en la cuenca del Orinoco, que comprende vasta zona, llamada Región de los Llanos en Venezuela. Y en Colombia, Llanos Orientales.

El llanero es el gaucho tropical.

La naturaleza lo contiene y es lo mismo, para él, la laguna, el brillo del Sol, la fuerza del rio, y la tempestad que golpea su rostro al galopar; la intemperie es su lugar.

Es hombre de perfil delgado, de porte esbelto, ojos oscuros de mirada franca, piel canela y de labios distendidos, como ofreciendo una mirada amiga.

Se dirige hacia el este y es un jinete colombiano.

 

El caballo que monta, es un ruano que lleva un nombre muy caro, entre los que disputan la orgullosa pasión de los hombres de esa tierra…Simón Bolívar…Y lo lleva galopando con el Sol, por la vida y a todos los vientos.

Vuelve a su bohío evitando las horas más violentas del gran Sol de la pradera.

Lleva alpargatas lugareñas con hebilla en el talón, pantalones livianos a media canilla y camisa suelta de algodón, sujeta por una faja que estrecha su cintura.

Cruza su espalda una escopeta en bandolera y el machete se  acomoda al costado.

El sombrero es un fetiche, un símbolo, un orgullo para el hombre de esa tierra; y el que calza ahora, una belleza de la artesanía, tejido con fibras finísimas de los manantiales y de las ciénagas en la costa del Caribe.

El pequeño poncho le sirve, más para apoyar su cabeza dormido o descansando, que para abrigo, en las noches estrelladas.

El agudo dolor y la tumefacción ya han subido por su pierna hasta la ingle y dos puntazos insoportables en los testículos lo estremecen.

Siente mucha sed, y cuando vomita, la náusea y las violentas arcadas, lo doblan sobre la crin; respira mal y está al borde del desvanecimiento.

Nota el pecho oprimido; se le producen fuertes palpitaciones; la garganta, la lengua y el paladar se le secan y le parecen de papel o de cartón. Va el jinete por la ardiente inmensidad temblando de frio, aunque lo está abrazando el calor tropical.

Ya está muy avanzado el día y los buitres, entre remolinos  y espejismos que giran en la soledad, esperan con paciencia, por el llanero herido, bajo la furia solar.

Se le nublan los ojos y se van borrando los perfiles de los pajarracos, de su visual. No oye los chillidos que baten la gula de las aves carniceras, volando en derredor.

Todo se desdibuja en el resplandor de la resolana. El ardor en la piel fría lo atormenta y la diarrea anuncia que no está lejana.

En cuanto la ponzoña termina de invadir su cuerpo entero, el cerebro se enturbia rápidamente y se sumerge en los beneficios del desmayo.

 

Aunque el  ruano marcha al paso, pierde el equilibrio y su pie hinchado se va hundiendo en el estribo en una suerte de horrible masacre de sangre y carne entre el vuelo de los moscardones hambrientos, del estado colombiano del Meta.

 

Cuando el hombre cae desvanecido de la montura, el caballo ya tiene la decisión tomada y suavemente lo sigue arrastrando por el llano colgando de una pierna en el estribo.

El sombrero despide al jinete y se queda mirando al Sol y a la Luna después. Y a las estrellas, hasta que vuelva el día. Él también está solo.

El caballo Simón Bolívar  lleva paso a paso al amigo de noches profundas y de días de  soles grandes, de distancias largas y de tiempos que no se acaban, y lo seguirá llevando.

Colgado del estribo, a pleno calor, el caballo lo lleva, para que otro hombre pueda curarlo. Ya no siente. Ya no sufre. Solo delira. Y van apareciendo como pantallazos las imágenes felices y tristes de su vida.

En la vaguedad de su conciencia se le ocurren épocas de grandes arreos en la inmensidad del paisaje, cruzado por mil afluentes y mil ríos.

Por lagos, lagunas, ciénagas y multicolores oasis con aves, flores, víboras…E historias y leyendas de la llanura entera.

Palpitan en su corazón las manifestaciones de la danza, de la música, de los poemas y de sus fiestas tradicionales…Todo exhibe el brío, la honestidad y el honor del alma tropical.

El jinete es el personaje de la planicie, del arpa y del cebú, es fiestero y romántico; baila y enamora; es parrandero y en la guitarra llanera hace brotar el joropo.

Y  las coplas  las dedica a las mujeres, al caballo y a la inmensidad que deslumbra su emoción.

Tiempos de amores, de guerras, de lazos y de vaqueros.

De pialadas y de más de cien años de soledad. De juergas, de besos robados, de amigos y de tragos.

Simón Bolívar es un caballo con estirpe de Andalucía  y trae en sus venas sangre moruna, pero su alma es toda llanera.

Era el compinche de Sol y de Luna, era el querido compañero, y por eso, paso a paso, por los llanos calcinados, entre buitres y cuarenta grados, va marchando a paso corto, con ese amigo a la rastra, que está delirando y de a ratos se va muriendo.

Es una misma cosa el hombre con el caballo y forman una sola naturaleza y así como vienen juntos al mundo, cuentan las leyendas que ni el propio diablo los ha podido separar. Por los llanos de la Orinoquia va Simón Bolívar con el jinete lastimado y así llega  al hospital con corazón ilusionado.

 

 

 

Caracolea y relincha en el patio, pero la esperanza es vana, porque aunque colgado del estribo, trae al amigo con fidelidad inquebrantable…el jinete ya viene muerto, porque en un momento se fue a la eternidad, a la leyenda y al misterio del Llano Oriental.

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