Tu nombre es un verbo
que despierta mi apetito,
que me llena
los dedos de caricias vivas,
y corren calle arriba,
desde tu ombligo,
a la selva negra
de tu cabello fresco.
Se mojan las manos
con el color verde vegetal
por donde pasas;
en el vientre de los ojos,
se acuestan las miradas
inquietas,
como flores que transitan
un manantial
que besa el camino.
Te instalas en mitad
de mi garganta,
y el río de tu pelo
le teje un vestido a la noche,
humedececiéndolo
de luciérnagas azules,
que lo nutren de ternura.
Bajas y subes como el mar;
la brisa que provocas,
deja mi pecho con hambre
sobre tus playas nuevas,
donde pintas
alas de palomas en la arena,
y alimentas las mareas
con pan y miel.
Desnudas las olas,
precipitándolas,
desde lo alto de una rosa
hasta la punta de mis labios,
trayendo entre tus manos,
calor para encender las nubes
en las tardes.
Vas dibujando el aliento de tu paso,
en las palabras que se aprietan
en el estómago de un libro,
que se escribe solo
debajo de la piel,
que se duerme en la almohada,
al amparo de mi sombra
y tu sonrisa.