Alberto Escobar

Memento Mori

 

El joggin era su válvula de escape.


Cuando salía del trabajo a las primeras horas de la tarde
su corazón se aceleraba como el perro de Pavlov, que
salibaba al solo atisbo de una próxima pitanza.
No era una mujer que pretendiera marcas, solo equilibrar
los humores que inundaban su cuerpo para procurar serenidad.

Solo traspasar la puerta de su apartamento suponía la entrada
en el primer círculo del paraíso, aludiendo al mágico Dante, en
el que colgaba su bolso suspendido al abismo, se colocaba sus
zapatillas azules y amarillas, su culotte negro y camiseta de licra,
se hidrataba ligeramente, para no cargarse en exceso, y salía por
la misma puerta que antes la vio entrar a la conquista del asfalto.

Ese día quería ser original en relación con la ruta que, casi a diario,
recibía su grácil peso, y giró hacia un parque que hacía poco fue
inaugurado. Este parque se asentaba sobre el antigüo cauce de un
río, de cuyo nombre no puedo acordarme, hoy desviado de la urbe
por sus insalubres aguas.

El caso es que ella, corriendo sobre sus caminos empedrados, a la
vista de una hermosa fronda decidió detenerse para estirar y
recibir al tiempo el refrescante aroma de la floresta circundante.
Cuando se adentraba en sus ejercicios observó, tras alzar la frente,
unos edificios que parecían carcomidos por dentro, solo presentaban
el esqueleto muerto de un gigante acosado por un ejército de lentos
liliputienses como testigos de un bombardeo indiscriminado.

Ella pudo tomar conciencia de su fortuna al compararse con las pobres
almas que habitaban esa barriada, que vivían sin lo preciso, lo que con
creces ella disfrutaba.

Ella pudo comprender como la riqueza y la pobreza, el bienestar y la
miseria se mezclaban en su ciudad con la naturalidad del bilingue en
el uso de los idiomas que lleva impreso en su área de broca, como si
la luz no pudiera existir sin su correspondiente oscuridad.