Con el tiempo aprendí que un silencio vale más que mil palabras.
Que un abrazo fuerte es más elocuente que cualquier discurso.
Que una mirada sincera es bálsamo lenitivo ante el dolor y la soledad.
Que un beso en la frente es apoyo incondicional.
Que ofrecer tu pecho como mórbida almohada es consuelo y protección.
Que una mano en el hombro trasmite fuerza y energía.
Que un “lo siento”, “perdóname”, “me equivoqué” no son signos de debilidad o cobardía.
Que una caricia refresca el alma, destruye resistencias, siembra confianza, cultiva la esperanza.
Que nunca es tiempo perdido el dedicado a escuchar, aunque si soluciones no puedas dar.
Que la belleza se esconde detrás de la sencillez y la simplicidad.
Con dolor aprendí que hay despedidas necesarias. Que nadie te pertenece y que en ocasiones es mejor alejarse, desaparecer.
Aprendí a regalar mi silencio a quien no me pidió palabra alguna y mi ausencia a quien no valoró mi presencia.
Que los golpes de la vida te hacen más humano y comprensivo.
Aún me queda mucho que aprender y una senda amplia, grande por recorrer.