Un arte que no se basa en el sentimiento no es arte.
Paul Cézanne
Cuando vivo, pienso en cuando me lanzo a la calle
a inundarme del ruído de la civilización, mi radar
captador de belleza, supongo que en esto no soy
original, trepana mi cráneo para agitarse en círculo
con ánimo de cobrarse alguna que otra pieza.
Por supuesto que no solo me refiero a la belleza
humana, preferentemente femenina como
comprenderéis, sino a cualquier engendro natural
o artificial que atraiga mi atención.
Este preámbulo viene al caso porque, como ya os
mencioné en una ya lejana publicación, me encanta
dejarme seducir por cualquier obra de arte que me
interpele en cualquiera de los espacios habilitados
de que dispongo en mi ciudad, cuando cuento con
la tranquilidad de los días de asueto o las vacaciones.
Me evade situarme delante, por ejemplo, de un cuadro
y \"absorber\" todos los detalles que mi mente puede
rastrear barriendo la superficie del lienzo con una
atenta y profunda mirada.
Es como disponerse a hacer el amor con la totalidad que
comprende la escena representada, con los significados
que se desprenden de la iconografía que se ofrece a la
vista del espectador, cuya simbología está vedada a todo
el que se acerca, salvo que tengas cierta erudición.
Expreso esa atrevida comparación porque cuando haces
el amor te abres, incluso el varón, en cuerpo y alma al
partenaire de turno, como ocurre cuando, al menos yo,
me poso delante de una obra de arte.
Pretendo a fin de cuentas recibir toda la magia que brota
sobre mí para transportarme a dimensiones desconocidas
de la realidad que me circunda, que en ese momento pasa
completamente desapercibida.