Alberto Escobar

La Mariscala y Cherubino

 

Si no fuera mi pupilo quizá sería más...
¡Es que es tan apuesto, tan varonil a pesar de que solo
le alumbran diecisiete primaveras!
Es que si no fuera mi pupilo sería lo mismo, ¡casi le doblo
la edad!, y eso se cierne sobre mi conciencia como un halcón
sediento de sangre que observara una inocente paloma que
se regodea en su belleza.
Cherubino se acerca a la Mariscala para tomar sus clases de
música en el salón de té, donde se alza el majestuoso piano que,
al decir de los mentideros de Venecia, fue esculpido por las
manos del mismísimo Cristofori allá por los albores del siglo de
las luces.

La señora se reafirma en su juventud a la vista del joven alumno,
que parece corresponder a sus simpatías con el decir de sus ojos.
Cherubino cuenta con el brillo de su talento músical, no en vano
es depositario de una larga tradición violinística que granjeo a sus
antepasados toda una serie de favores en las cortes italianas, 
incluso en la papal.

La Mariscala, que responde al nombre de Anna, se diluye de placer
ante el vergel de notas que brotan del pianoforte con la prestancia
de un coro de querubines, como su pupilo parece ser, y no puede 
contener una sonrisa picarona, como queriendo emplazarlo a un edén
de mieles y caricias, solo reservadas para él en la imaginación de ella.

Una vez hubo terminado la clase, cuando apenas la última nota volaba 
al aire de la estancia, Cherubino, cual matraz que recibe una reacción
química, salta de su contención y adelanta una mano sobre el muslo
prieto de la Mariscala. Esta, cual farisea mojigata, finge rasgarse las
vestiduras ante tamaña insolencia, mas, como acto seguido insistiera
el muchacho enardecido por una negativa que entiende supuesta, la 
falsa resistencia se disuelve en su lasciva mirada de púber pletórico,
que, depositándola sobre la tapa del instrumento, acomete con fuerza
e insistencia las murallas de un reino que la aristócrata sabe vencido..