En la casa de mis abuelos, allá donde el tiempo se hace gris, resaltan algunos hechos como singulares vivencias. En el fondo del jardín, detrás de las araucarias y del cedro azul, estaban los juegos: una calesita pequeña que giraba con la fuerza de nuestras manos, un tobogán no demasiado alto y las hamacas. En ellas, las hamacas, se posa mi recuerdo y se deja llevar a lugares de insondable dicha.
Su armazón era de madera de un color naranja que resaltaba en los tonos verdes y azulados de las plantas que la escondían. Del travesaño, que yo veía muy arriba, colgaban los hierros que sostenían los asientos. Rodeadas de aves, innumerables en cantidad y especies, me esperaban quietas llamándome silenciosamente para que fuese a jugar. Sabían que no podía nunca controlar mi impulso de montarme en ellas.
Todo comenzaba con un suave y lento impulso de mis piernas adelante y mi espalda recostada mientras mis ojos hacia atrás imaginaban el vuelo. Poco a poco cobraba altura con el vértigo latiendo en mis entrañas y alcanzaba lo horizontal en breve tiempo y ya allí redoblaba mis esfuerzos y apuntaba con la punta de mis pies al cenit, confundiendo entre ellos el azul del cielo con el entretejido glauco de las ramas y mis ojos cegados por el sol en vertical caída. Las aves volaban conmigo.
El viento en la cara aún golpea en mi recuerdo. Y seguía en este alarde de coraje hasta el cansancio y entonces mi obra cumbre: me soltaba de lo alto y caía al césped como pluma, con el pecho henchido de orgullo y dicha.
Colores que encuentro en aquel tiempo ya gris…
De mi libro “Desde aquella Strelitzia”. 2014 ISBN 978-987-1977-32-1