DOLOR Y RESIGNACIÓN
En mis vacaciones suelo extender una hamaca de piolas tejidas atándolas a dos árboles contiguos y recostado alterno mi lectura observando unos pajaritos pequeños que los vecinos de las zona los llaman “cabecitas”: Los machos lucen una capucha grande cubierta de plumas de un negro intenso que les llega hasta el cuello, sus lomos son de un color verdoso, sus pechos amarillos, sus alas y colas negras con franjas delgadas y amarillas; las hembras son más pequeñas y no lucen capuchón, sus cabezas tienen un tono grisáceo muy raro, sus lomos son más pálidos y sus pechos más verdes que amarillos. Se los ve en grupos de seis u ochos y parecen responder a un líder. Cuando éste comienza a cantar es como si la batuta de un gran director ordenara al coro a elevar sus trinos y éstos obedientes lanzan sus gorjeos al unísono creando alrededor un clima de alegría indescriptible
Hay una pareja muy audaz, a la que al lado de una canilla que uso para regar mis frutales, les pongo un plato con migas de pan, semillas de alpiste y un recipiente con agua fresca. Estos pajaritos cuando me arrimo bajan al suelo picoteando las yerbas cerca de mis pies sin temor alguno. Los reconozco porque al macho le faltan unas plumas en su capucha negra, producto quizás de alguna pelea, o de una gomera usada por los chicos vecinos que los apedrean cuando no los veo.
Una tarde recostado en mi hamaca leo “De la miseria con amor”, del Abuelitocrispin fascinado por las penurias de sus personajes que llegan sin anestesia a mi sensible corazón. De pronto escucho unos trinos, no sé si por influencia de lo leído, me dan la sensación de que a quien canta, lo afecta un dolor muy intenso. Dejo de lado mi comodidad y marcho en dirección de las congojas, es mi amigo “cabecita” está sólo, muy alterado y nervioso. Me mira y salta de rama en rama, lo sigo con mis ojos sin comprender que lo asusta, hasta que veo colgado el cuerpecito de su compañera ahorcada con un pedazo de soga. Su muerte enluta el corazón de su amante compañero trocando la hermosura de su canto en un lastimero y doloroso gemido. Me acerco tanto como puedo, el cabecita me observa invitándome a su lado con sus ojos tristes que muestran su dolor y su impotencia. Al verlo así, estiro la mano y acaricio su capuchón, no sólo desea mi presencia sino también el abrazo fraterno del amigo que lo ayude a mitigar su desconsuelo. Alargo el brazo y descuelgo a la infortunada pajarita, él me mira hacer, busco una pala hago un hoyo y le doy sepultura al pie del olmo.
Cuando termino mi tarea levanto la vista y lo veo aletear agradecido, su amada descansa en paz. Luego de revolotear se asienta en la rama más alta del eucalipto y otear el horizonte como acompañando a su amada en su vuelo al infinito.