Llevaba más de dos horas sentada a mi lado, inmóvil, callada. Ya le había contado toda mi historia. De cuando nací, del parto sin dolor de mi madre y de su sentencia: \"Esta niña jamás me hadado un dolor de cabeza\" Le hablé de lo difícil que fue cargar con ese mandato, de lo traumático de crecer entre varones, de sentirme diferente, menos, incompleta por tener pene, de las terapias de los 20, los 30, los 40. De mis cuatro cesáreas, de mis amores secretos, de mi compañero indiferente, de mis culpas presentes y de mis culpas pasadas.
De todo hablé, me escuchaba sin interrumpir, sin consejos, sin juicios. No fruncía el seño, no habría los ojos, no bostezaba, ni siquiera parpadeaba. Tampoco se veía aburrida o cansada. Nada había en su rostro,ni ira, ni paz,ni alegría, ni dolor.
Yo tenía miedo de callar. Le hablé de política y de religión, del oriente y del occidente, de los yanquis, de latinoamérica, de los ricos muy ricos y de los pobres muy pobres. de los atentados, Trump, de Macri, de Hitler, Herodes,La madre Teresa, Gandhi, Jesús.
Nada parecía conmoverla, ni los pesos, ni el dólar, ni mi tristeza, ni mi soledad, ni la luna escondiéndose detrás de las nubes, ni el tiempo vivido, ni el tiempo perdido.
Tampoco le importó mi bella historia de amor de los 50, y mi solcito fruto del fruto de mi vientre. Nada.
La miraba fijo, buscaba indicios. No podía calcular su edad, no poseía ni la inocencia del niño, ni la rebeldía de la juventud, ni madura, ni senil. Su rostro, sin tiempo, sin brillo, sin arrugas, sin pliegues, sin cicatrices, sin risa, sin llanto, me asustaba.
Presentía el por qué de su visita, sé lo que esperaba, con paciencia, con sus pálidas manos cruzadas sobre su regazo. no me daría ni bofetadas ni caricias. Ella esperaba que se me terminaran los temas de conversación, que me quedara sin argumentos, que al fin se me acabaran las palabras.
Y cuando ya no había nada qué decir, la mente vacía, la garganta seca pegada al paladar, algunas imágenes cruzaban mi mente, (pero no podía ponerles sonido alguno) y el ardor del aire cerraba mis pulmones, mi risa se congeló y con los ojos abiertos y mis últimos fluidos desparramados entre las sábanas fijó su mirada huesuda y me dijo:
-Vamos. Tu hora ha llegado.