Llegué al mundo
a caballo,
sí, a caballo
del verano y del otoño.
Si había sol
o hacía viento,
perdóname amigo,
pero no lo recuerdo;
yo estaba muy ocupado
en aspirar todo el aire
en ese mismo instante.
Al principio pensé
que iba a gozar
pleno de alegría;
pero unos azotes
me llenaron
por primera vez
los ojos de lágrimas.
Ese día yo nunca,
nunca lo olvidaré:
era un día
-si no recuerdo mal-
a caballo, inseguro,
muy difícil de situar
en un calendario;
para la mitad del planeta
era principio de semana,
para la otra mitad
era sólo el comienzo.
El nacer yo en domingo
me ha hecho pensar,
eso sí, al cabo de años,
que debió ser
algún tipo de castigo.
¿Qué habría hecho yo?
¿En qué Parnaso?
¿A qué diosa
yo le lanzaría
una mirada lasciva?
¡Ay! Era un niño divino
-así lo decían las vecinas-;
ahora sólo pretendo ser
divinamente humano.
Llegué al mundo
a caballo
y hoy, por el mundo
voy vagabundeando
-muy ensimismado-
unas veces por caminos
y anchas alamedas
y otras, las más,
por senderos
de gitano.