Un mortal bacilo
se la arrebató,
cuando faltaban
pocos días
para que ambos
jurasen fidelidad.
Para redoblar su dolor,
la prueba gestante
decía positiva.
Desde entonces,
errático
recorre una y otra vez
las avenidas
calles y parques
de la concurrida ciudad.
Como androide,
conturbado repite
a toda hora
el nombre de su amada;
el nombre de su único amor;
el nombre grabado
en el reluciente
anillo de oro
que ahora porta
con celo en su anular.
Instintivamente retorna
para buscarla,
más de pronto
olvida qué busca.
Se detiene absorto.
Levanta sus
macilentos ojos
y de pronto la ve
imponente, estática toda,
de mirada inmóvil
y silueta perfecta,
luciendo un portentoso
vestido de novia
en la vitrina
de la gran tienda.
Obtuso, le gesticula.
Pareciera decirle:
¡Pronto seremos uno solo: Tú y yo!
Luego,
lagrimosos sus ojos,
se despide de ella.
Entonces retorna
y con singular ternura,
deposita un solo beso;
un único y
prolongado beso
en el amplio ventanal.
La gente compadecida, murmura:
¡Oh, pobre desdichado!.
Agoniza en el amor.