Me tenía intrigado.
Cada día, en dondequiera que estaba, en casi cualquier bar,
entre las calles del supermercado, recibía la sorprendente
presencia de Paolo, un hombre a un paragüas pegado.
Según pude enterarme al tiempo, Paolo vivía no muy lejos
de la casa que albergaba mi apartamento, que por entonces
se escondía entre el hormigón de un edificio renacentista de
la capital italiana.
Donde lo viera blandía un paragüas negro como complemento
de un traje milanés del mismo color, conformando una estampa
que recordaría al menos avispado a un detective de los treinta.
Día tras día, durante algo así como una semana, me lo topaba
con la misma guisa, hasta que, después de armarme de valor, le
golpee con la ineludible pregunta (antes de escribir la pregunta
deciros del susto que le propiné al abordarle, le cogí de espaldas):
Perdona Paolo, ¿Por qué últimamente te veo con este paragüas?
¡No está lloviendo que yo sepa!
El sorprendido vecino, que no salía de su asombro, me contestó
que hace cosa de dos semanas, en un programa de radio del que
es asiduo escuchante, entrevistaron a la Sibila de Delfos que, tras
entrar en trance susurró que la humanidad debía tener cuidado
porque el cielo estaba para caerse, añadió que nuestra torpeza
estaba agotando la paciencia de la Tierra.
Urgió al escuchante a que se protegiera...