Si el ungido contestó a Pedro que debía perdonar a su hermano, no siete,
sino setenta veces siete, ¿Por qué su padre me ha condenado al infierno por
los siglos de los siglos? Si yo era su ángel predilecto, el más bello entre ellos,
el que más dotes de liderazgo demostraba para comandar sus alados ejércitos,
¿Por qué me desterró a este páramo infernal que me consume las entrañas?
Mis alas, otrora abundantes y relucientes, que despertaban las envidias de la
corte, se muestran ahora a mis ojos desvaídas, como me siento yo, en plena
contrición por mi osadía, por querer aspirar a un trono solo perteneciente al
creador de todo lo que nos rodea.
¿Cómo puedo recuperar mi mil veces añorado estatus allá arriba?
¿Cómo me ha podido embargar la maldad cuando he sido fruto de la perfección
más acendrada que imaginar se pueda?
He pagado mi arrogancia con la caída al abismo. He olvidado que los ángeles fueron
creados para el servicio de Dios todopoderoso. He desoído las voces que insistentes
me recordaban, cual memento mori, que un ángel, por muy cercano a la deidad que
se hallase, no puede pensarse Dios.
He sido castigado con la peor de las reclusiones, la de mi alma.
He jugado a ser Prometeo para acabar devorado cual recidiva por un águila hepática.
¡Dios mío, rescátame, he aprendido la lección, me necesitaaasss, soy como tú!