Hola señores.
Permítanme presentarme:
Me llaman Mozdhi.
Soy un engendro de padre austríaco y de madre india.
Según rezan las malas lenguas, que en estos mentideros
son legión, soy un niño de gran talento, extraordinario
para mayor precisar.
Me apuntan las artes de la música casi desde mis primeros
vagidos, no en vano a los cuatro años ya volaban mis dedos
sobre el clavicordio como si de una bandada de golondrinas
se tratase.
Ante tales dones de los dioses, mis padres, que coqueteaban
con la miseria como tortolitos, armaron sus baúles con todo
los pertrechos según usanza cotidiana y nos precipitamos sobre
sobre las viejas carreteras europeas para deleite de las cortes
más señeras.
Mi vida fue una sucesión frenética de papeles de escribir música
entreverados con los juguetes y estudios académicos consonantes
con las edades que iría tachando mi escasa niñez.
En el colegio, al decir de las crónicas pueblerinas, era y sigo siendo
un pacífico redomado, un ser de una bonhomía que raya lo grotesco
en ocasiones y en otras lo indecible. En una ocasión, que quizá fueran
varias, un compañero contrariado por mi rebeldía ante la insistente
negativa a complacerle (el infeliz me instaba a recogerle el paracaídas
que había lanzado) me atizó un sopapo que me hizo temblar mis sienes.
En vez de responder con semejante intensidad le puse la otra mejilla
por si quería igualarme los perfiles. El agresor, sorprendido por la
salida que esgrimí de súbito, se retiró avergonzado de su insolencia.
Desde ese momento profeso, con probada eficacia como puede verse,
fervor mediante, el ofrecimiento de las dos mejillas ante todo episodio
de violencia, como nos enseñó el creador de todo lo visible.