Claro como la luna. Entre la lejanía, el espacio y el silencio. El apoderamiento de una melodía y una charla.
Estabas tú. Un extraño, una persona más, entre cientos, entre miles.
La suavidad de la brisa que no llega a la ciudad y las caricias que existieron antes de los besos.
Una promesa extinta, de no acercarme demasiado y no permitírtelo.
Tan efímero el momento y tan eterno en mi mente.
La creencia de la libertad y un juego de infantes que apenas desarrollan su manera de querer, con miedos, con vicios.
Adultos engreídos que pensaban que las heridas se otorgaban a través del pasado y no en el presente.
Ególatras incapaces de comprender que la vida siempre nos pondrá en el mismo sitio una y otra vez hasta que aprendamos aquello que no queremos aprehender.
Adolescentes incapaces de comprender que durante cada uno de nuestros días, seguimos conociendo algo distinto.
Niños. Transparentes e inocentes, entregados en el momento. El justo momento.
Nosotros. En la montaña, en el auto con calefacción, y trova en tu pequeño estéreo.
Descubrimiento. De ti, de tu voz, de tus charlas, de tu esencia, de aquello que a poca gente le interesaba.
Descubrimiento. De mi, contigo. De nosotros.
Centímetros reducidos, mientras el tiempo pasaba. El vapor de tus labios en mis mejillas.
Gatos rozando sus cabezas, sintiéndose. Éramos, y no existía nada más.
Víctimas del amor y el miedo. Una noche más, una historia más y una lección que aún no podemos descifrar.
Nosotros, jamás nuestros.
Tú y después yo.
Yo y después tú.
Individuos que compartían.
Individuos que permanecen.
Amor.
Merecerte.
Merecerme.
Merecernos.
Amor...