Héctor Martínez Sanz

El galgo lento

Cojo, solo, vaga con sed, con hambre,

un galgo no muy viejo,

no muy limpio y tristón,

que lleva por piel su duro esqueleto;

un galgo literario,

aquél tan quijotesco,

lebrel que ya no corre

ni sabe de su dueño;

hociquea en la mano del extraño

agotado y sin miedos,

cabeza gacha, ojos...

que ya sólo saben mirar al suelo;

está ante mí, se acerca,

¡Hay que tener corazón para verlo!

Aún tiene su porte

sostenido por sus cuartos traseros,

orejas rectas, alto,

de duro y blanco pelo;

sin embargo, el galgo parece un chucho,

vulgar y callejero,

mascando mendrugos de duro pan;

¡Ay, Galgo! ¿Qué te han hecho

si hay que buscar tu raza

por costillas y huesos?

Dime en dónde estuviste

¡Dónde te hicieron esto!

¿Fue detrás de la verja,

por ese camino que lleva adentro?

Allá no pudo ser,

a los hombres, allí los vuelven perros...

¿O también te quitaron lo que fuiste

sin pensar lo que hacían, compañero,

sin pensar lo que eras tú,

si hombre, animal o leño?

Y, luego, te aflojaron la correa,

hasta el día en que te dejaron suelto;

¡Huye ya! No te quedes,

nada nos pertenece, nada hay nuestro

en el lugar aquél

donde entraste Galgo, y saliste lento,

despacito en tu trote

como el más triste de todos los perros.