Nunca, por mucho que quiso olvidarla,
pudo borrar su carita infantil
dándole un beso tirado en el aire
desde su banco, ese mágico abril.
Tiempo de lápices, y de cuadernos.
Horas de tedio, paciente esperar
ese momento del breve recreo
cuando aprendían la clase de amar.
Fueron pasando, implacables, los años.
Cargas, rutinas, alguna mujer.
Y la distancia los fue separando,
y nunca más se volvieron a ver.
Ya con el viento peinando sus canas
y con la angustia de la soledad,
quiso saber si podría encontrarla
en la vorágine de la ciudad.
Supo de nombres, y guías, y facebooks,
de direcciones, de defraudación,
hasta que un día leyó el nombre amado
y una sonrisa regó el corazón.
Con esperanza y con su mejor traje
fué hasta un suburbio de Paso del Rey.
En una casa con flores violetas,
tocó el timbre. Y esperó...
Había un cartel que decía \"Profesora de piano\", pintado con esmalte y letra menuda. \"Amanda tocaba el piano\", pensó con esperanza.
Salió una mujer trabajada por los años. Un rictus de su boca revelaba un pasado de frustraciones, de desdichas, tal vez de violencia.
— ¿Qué necesita? —le dijo con un poco de recelo.
— Buenas tardes, señora. Estoy buscando a una chica que fue compañera mía, en la primaria, en el colegio Fátima—\"una chica que no sos vos\", pensó. \"Me equivoqué de dirección\"
Pero, sin embargo, había algo en sus ojos...
— Por casualidad, ¿Usted es... vos sos... Amanda Robles? Yo soy Carlos... Carlitos Ávila...
De pronto un brillo juvenil iluminó los ojos claros. Y volvieron el patio, el colegio, las trenzas, el recreo... el amor...
La mujer lo pensó un momento. Pero una vida mal vivida le cayó encima, como un desgarrón en el alma.
— Lo siento, señor. No conozco a esa mujer que usted dice...
— Disculpe. Por un momento, pensé...
— Se confundió.
— Disculpe la molestia. Deben haberme dado mal la dirección.
— No es ninguna molestia. Adiós.
Y Amanda lo vió partir.