El suceder de los acontecimientos
a través del rítmico empuje de Cronos,
que devora especies y atesora inventos,
nunca conseguirá erosionar los tonos
definidos del delicado plumaje
del pequeño colibrí que, sin ultraje
agraviante, permanece suspendido,
impertérrito, mientras liba la flor,
del eter y del tiempo, y tiene por nido
un suspiro acomodado en un botón.
El viento que sopla con fuerza jugando,
divertido, a mover de acá para allí
las hojas que recoge, se encrespa cuando
no consigue, en llegando el mes de abril,
amedrentar al pequeño colibrí,
que continúa inmovil, como engastado
en el aire, libando del néctar puro.
Llega el invierno y el frío en sumo grado
se esparce hasta construir su sombrío muro,
sólo iluminado por el resplandor
que proyecta el tímido sol en la nieve.
Todo se marchita, incluyendo la flor
del colibrí que sigue igual, no se mueve.
Y como ya no se puede alimentar,
empieza a libar de la espuma nival.
Cuando apura la nieve, su larga trompa
sigue libando con apetito insaciable.
Como si el universo fuese una pompa
y su trompa, ni más ni menos que un sable,
termina por absorber el infinito,
toda la materia, lo que no está escrito
en el firmamento, sin dejar galaxia
alguna, y en el centro de la negrura
ilimitada permanece su magia
intacta en inescrutable coyuntura.