La belleza está en la sencillez, en la simplicidad. En la brisa fresca que porta consigo el aroma de la tierra, de azahar, de frescura matutina, del mismo sol que tímidamente ilumina la jornada.
Está en aquella flor de naranjo que escondida en lo más remoto de los naranjales, florece. No será admirada por vista humana, no será alabada por voz cantarina, no será reconocida, mas ella florece y da lo mejor de sí. Se viste de su mejor gala y “es”. En su interior se fragua la fruta jugosa que un día será apreciada, pero de ella ni rastro quedará. Exhala su exquisito aroma y es feliz contemplando al astro rey. En su simplicidad está su esencia, perdón, quise escribir “su belleza”.
Pétalos suaves y puros que parecen hablar un lenguaje desconocido, milenario.
Resaltas en el verdor de tus hojas, tus pistilos son aves madrugadoras que parecen surcar el celeste firmamento.
Contemplo tu hermosura etérea en el silencio de mi misterio. ¡Qué pequeño e insignificante me siento ante tan efímero milagro de la natura!
Me hablas de la esencia del ser, que no es otra cosa que “ser en plenitud” sin importar lo simple o efímero que parezcas. Sea donde sea, estés donde estés, simplemente “ser”, sin esperar nada, con la satisfacción de existir, de vivir, “de ser”.
Algo se fragua en mi interior, la belleza que solo podrá ser admirada por seres sencillos, nobles, no perfectos (pues nadie lo es) sino aquel que ha podido comprender el verdadero sentido de la existencia.
Retorno a casa con el aroma de aquella flor en mi mente. Con la suavidad de sus pétalos en mis pupilas, son su armonioso y etéreo canto en mis sentidos.
Solo me queda el silencio, la contemplación y el repetir sin cesar, una y mil veces: GRACIAS VIDA.