“Jeune homme nu assis..” - Hippolyte Flandrin
In memoriam
Esta vez entierro las manos y la lengua,
voy a soñar en paz.
Por mi cabeza se levanta
un tropel ardiente de ayeres y por mis piernas
desciende
el frío añil de la memoria,
un crepúsculo ceniciento que muerde
hasta reducir
párvulos
mis huesos.
Hoy, una vez más,
han bajado hasta mis pestañas
han bajado como la lluvia limeña, sin lastimar,
me han dejado ese eco húmedo,
latente,
añejo;
miro aquello que yo era.
Justina:
Estoy mirando a ella
la imagino fregando pisos enfermos de hospitales
curándolos con agua y sudor.
En sus oídos recoge
estrepitosos llantos y negras despedidas
alborotadas en callejones y pabellones.
Yo tiemblo ante los desmayos,
no me gusta el olor a fármaco en los zapatos,
y me ahogan las camillas feroces
donde a un enfermo se les secan las venas.
Pero ella no le hace ascos a la muerte,
ni a los muros fúnebres
donde rebota la esperanza en un delgado espiral,
ni a crípticos estertores
sumisos a desgarrarse de las frágiles sábanas.
Porque ella conoce el gesto de los enfermos ante la cuchara
y sabe de esa sed arisca
cuando ellos miran atrás y los años les pesan menos.
Yo sigo mirando a ella,
está sentada oliendo el orégano
escuchando atenta el vapor de la sopa,
pasa de inmediato a desnudar una cebolla
y llora ante su vergüenza la cebolla,
ella perfuma los dedos en la pulpa de los tomates
y tiene el afilado valor de los cuchillos
cuando trabaja en contra del hambre,
pero ella es dulce y más
en el momento que los tubérculos
dejan sus médulas impreganadas en su cuerpo.
Parece una diosa del subsuelo,
de la olla,
diosa de la hierba del jardín
y de los mediodías criollos.
Apacigua el fuego de los dentados estómagos.
Ahora me pregunto:
por cuáles ríos dejaba caer sus pies
y de esa caricia fluvial en su rostro,
cuándo dejó que la tierra no entrará más en sus uñas
pero aún así
en sus manos vibraba la fecunda lengua de la tierra.
Ella descansa lejos de su infancia
y no supe qué sabor tenía, ni qué color,
ni sé cuántos soles inventó para callar miedos.
Ella descansa y yo la veo
a veces junto al alféizar apuñalada por los segundos,
a veces escuchando el rosario por la radio
y otras, dándome una manzana.
Juan:
La última vez que lo vi
se le caían los años y la corbata,
asumía ir al glorioso ocaso
con la tranquilidad de un pecador en jueves santo.
Había perdido el aliento a Oporto
ese armonioso sabor a leño, líquido de hojas otoñales,
dejó de humedecerle el esófago
¿Cuándo empezó, él, a tener voz de trueno?
como si el descaro de las nubes acentuara en su garganta.
Pero no recuerdo cuando fue
que su mirada se grabó en el cemento fresco de mi frente.
Lo vi tantas veces.
Puntual a la hora de callar las bocas de los recibos,
aliviado en las filas de los jubilados,
gozoso en apuestas ecuestres,
lo vi en quioscos buscando
el carbón azulejo de los periódicos,
en farmacias,
en iglesias,
en jardines,
lo vi meciendo sus ojos en el vital vaivén
de las ramas.
Yo admiraba hasta la cordura de sus cabellos,
selva plateada y de nieve
donde se escondía un tigre añoso.
Recuerdo las hojas
de May Alcott, de Verne, de Palma,
no puedo arrancarme del pecho esa tinta impresa
de los libros
que una vez di la espalda
y cuando las busqué
dormían en una biblioteca,
quietas
a despertar la curiosidad de otros.
Hizo de un escritorio
su pueblo:
vi bolígrafos fieles apuntando la gracia
hacia papeles vírgenes,
vi cuadernos husmeando el aceite de sus dedos
y los cajones cosidos por una llave.
Amó los libros, los periódicos,
amó las luciérnagas ágiles en las hojas
cuando dejaban montículos de luz en la cabeza.
Adoraba la anatomía pesada
de las máquinas de escribir y su ruidosa respiración.
¿Cuántos años fue conductor de tranvía
y soportó faces condenadas al ajetreo úrbano?
Qué soles,
qué lluvias ha conocido y no flaqueo en sus fauces.
Antes que se apresure la imagen de la última vez
lo veo regalándome unas monedas.
Tengo ahora las manos llenas de ayer,
y por mi espalda
crece un puente reversible.