Me gusta admirar la naturaleza.
Pasearme entre los árboles, entre los naranjales que abundan aquí en Oliva.
Mirar y admirar los pequeños detalles y los cambios de la natura.
Muerte y vida se subsiguen. Un ciclo vital.
Ahora los árboles dan la impresión de que duermen. Desnudos de sus hojas y expuestos. Parecen vulnerables, mas la vida sigue fluyendo dentro, en el silencio, en la intimidad. Llegará el momento que la vitalidad se expresará a través de sus hojas, de su verdor. Ahora es tiempo de contemplación, de quietud. Paciencia y esperar.
Ayer admiré en particular el volar de un ave. No soy diestro en las especies y por lo tanto no puedo decir que tipo era. La seguí con la mirada hasta que se posó en una rama. Me acerqué con sumo cuidado. Comenzó a cantar. Un cantar dulce, suave, casi imperceptible, muy seguro de sí mismo. No tenía miedo de que la rama se pudiera romper y caer, porque su confianza no residía en la rama, sino en sus propias alas.
Pensé que nuestra fuerza no está en el exterior, sino en nuestro interior.
Una fuerza que se alimenta con la meditación, con el silencio, con la contemplación, con la lectura. Dejar de lado el egoísmo y tender una mano a quien la necesita, sea conocido o no. Con la capacidad de escuchar, actuar más y hablar menos. Con un abrazo sincero, un “te quiero” pronunciado a través de las cuerdas vocales del alma o un “te amo” intenso. Se alimenta de una sonrisa, en un simple saludo. En ser más positivos y menos negativos. En el perdonar y olvidar (cosa nada fácil, mas posible). En el estar bien contigo mismo, cosa que se trasmite a través de una simple mirada.
No temo que se rompa la rama. Mi confianza no reside en ella, sino en mis alas.