No sé por qué debo quedarme aquí esperando
que el ángel vuelva a cruzar la nave de la iglesia
hasta la pequeña hornacina donde la imagen de la Virgen
parece inmovilizada en la espera
de algo que está por llegar.
No sé por qué debo quedarme aquí,
si yo mismo, después de tanto tiempo, ya no creo
que volverá a aparecer, aunque soy yo el que lo ha visto,
único testigo de ese vuelo angélico, increíble para la mayoría,
que no me considera un testigo digno de confianza,
yo, el borrachín del pueblo, víctima de bromas y chascos.
Sin embargo, estoy aquí, sentado en el banco
en el punto más oscuro de la nave,
esperando que el ángel pase
como la estrella por encima de la gruta de Belén,
dejando detrás suyo
un rastro fosforescente de luciérnagas en una noche de agosto.
Estoy aquí meditando sobre mi suerte de visionario de ángeles,
de testigo de una anunciación
que les saca una sonrisa a los labios entreabiertos de la Virgen
a oscuras en aquel nicho casi invisible para quien no tenga,
como yo,
la paciencia de esperar que se vuelva a repetir
un milagro tan diminuto.