Aquella noche vi tus ojos insondables
–oh, diáfanos abismos–
y en un instante,
de ser un forastero errante,
tu ánima se hizo mi morada,
y tu mirada, tibia, mi refugio.
Eras, en el negro de la noche
luciérnaga brillante, haz de luz,
y a mis pupilas
–como a dos antorchas– encendías,
para ver así,
al Universo cabalgando alrededor de ti.
Bajo aquél cielo astillado
sobre una nube escalonada
como dos soles flameantes,
sudamos ascuas,
cual gota que avigoraba al fuego
de una pira pasional.
Así, como el agua hirviente
en un par de hogueras –tan ardientes–
nos fuimos consumiendo entre el vapor.
Y de los leños, quedó cenizas,
cenizas, que el viento se llevó.