I
Oh, incesante corriente de carroñas oníricas,
transporte indecoroso de las masas rastreras.
Otro olvido, otro instante, para esta oscura fábula
que se relata desde las arterias del alma
y va independizándose de toda vacuidad
recogiendo, en sí misma, la propia dependencia.
¿Quién me lanzó aquel golpe menos golpe que el golpe,
y el brazo menos brazo que aquel otro cansado?
Ahora, tal vez doliente, limitando, por fuera
la verde y obstinada fatiga de la inercia;
un cuerpo bajo un cuerpo menos roto, dos besos
encima de otros besos, y una voz entregándose
al exilio de muchas otras que ya no esperan.
II
Calle Wetstton, Monsieur Elouan preguntando
detrás de unos ojos rotos, la avenida
por la cual, horas antes, debió haber cruzado,
y que, por lo tardío de su péndola, intuyó descuartizado,
las humildes maquinitas del suburbio de Ofwar.
Por aquí debe ser –dijo- casi activo por la lentitud
que períodos antiguos le habían heredado.
Una mácula, un portillo,
un atrio detrás de un joven;
uno llegando, saliendo,
arriba, las risitas burlescas.
«Por aquí no es, por aquí sí es,
por aquí no es, por aquí sí es»
Hemos esperado suficiente.
Las manecillas semi-detenidas
hacia un reloj medio atrasado,
¿tan pequeño es el tiempo?
Hombres de aserrín, hombres de madera podrida
que los gusanos fortalecen mordiendo,
hombres que cavan y desentierran sus propias tumbas.
Habrá de ser, Monsieur, por lo intacto de vuestra esencia,
lo que la poderosa muerte ya no turba.
III
La modesta visita de los pájaros.
El universo ha atentado contra ti, oh exterminio,
oh fango venenoso donde se preñan las sombras;
regaladme este rostro tuyo, descolorido,
bañado por las riquezas de un infierno indecente,
aumentad, tirad, regad, llenad en mí
vuestro cianuro, oh vasto anhelo del llanto:
masoquismo, obsequio de las ostias,
decidme ahora mismo el lugar de tu sagrario.
IV
Lluvias noctívagas bajo el ojo de un abril y otro mayo.
Cuán dolorosa se ha vuelto la cojeada mesa
que espera súbita, su próxima escarcha.
Y los rumores de un cigarro que se encienden y apagan
descomponiendo las hélices de los que lo humean.
El grito obsesionado del silencio,
la voz que yace fundida bajo una almohada
y las mil ideas que avanzan redondas por las piernas.
Yo había colocado la lámpara en el suelo,
(ya no virgen como antes)
mas en su aceite hirviendo
lengua y trapo.
Entonces yo, tozudo y caprichoso
por la horrenda parálisis del escrutinio,
rodé bajo la percha, desatando un arbitrario escándalo
que habría de levantarme, tiempo después.
Qué es ese ruido -gritó mi madre- «Jeison,
Jeison, qué es ese puto ruido»
Precipitóse hacia una amplia boca, donde a oscuras
se extendía el nefasto aspecto de una niña,
quizá de unos doce o trece años;
insólito crujir de una mujer.
V
Y fue lánguida torre y tornadizo arfil.
El paraíso ardiente recobra su heredad
sobre una llaga abierta, que era hija.
Los siglos encadenados por la ignorancia y el miedo
han perpetuado la indecisión humana,
traen consigo la inconsistente esencia de las cosas.
Qué hacer, y qué dar por hecho,
a dónde ir, y por dónde llegar a lo establecido.
Jeison Villalba ©