Yo que muero, sin existir en ti,
jamás a Delfos, mi alma arribaré.
Al jardín de Atarazana tornaré:
con paso lento, imperceptible casi,
encallando en el oasis de azafrán
y tomillo, madurando tus miradas,
con paso lento, imperceptible casi.
En pencas suaves de jazmín, a ti
llevaré, en abanico de palmeras,
a las puertas de la cuna picassiana.
Sorteando adoquines de la roma
Alcazaba. Juntos en la noche mora,
al dulce cobijo, moragas y espetos.
Luna de agosto que duerme la mar.
En arena huidiza esculpiré
mil, y un millón, con letra de azahar,
tu nombre. Oh sinfonía inacabada.
A las olas, tornaré eco de tu voz,
con timbre marinero, en oleaje
sonoro. Olas de voz. Ausentes olas.
Con lento paso, imperceptible casi.
Yo que muero, sin existir en ti.
Sin acomodo en el consuelo. Pregono
en discurso, letanía de amistad,
mi vacío infinito, sin timonel.
Grito, tu partir, a manos del rencor
iracundo; y lloro, a orillas de la mar.
Con lento paso, imperceptible casi.
Al portón dejaré centinela, guardián
de los naranjos, y de mi desdicha.
Cobijo y sombra del jazmín yaciente.
Testigo fiel será, del sueño aciago.
Aciago. Nunca la noche soñó
sentir el aullido feroz del amante,
la mano amiga. Nunca la soñó….
Yo que muero, sin existir en ti.
Arrastro en penumbra, un reguero de savia,
que siembro en campos de ceniza y nardos.
Calvario que pide su cruz, y morir.
Aplomo guerrero abatido en dolor.
Sin ofrecer resistencia a la luz,
busco tu mano, en tan cercano paso.