No creo en el destino.
No creo en porvenires manuscritos
por una mano divina y torpe
en un libro inverosímil,
tal vez con faltas
de ortografía.
No creo en el determinismo histórico,
las ondas verdes de los semáforos,
ni en la dialéctica del amo y el esclavo.
No creo en lo imposible (a vos te hablo).
Los argonautas, Julio Verne,
la bomba de Hiroshima,
la estupidez humana,
la física cuántica
y la chica de la esquina de mi casa
sustentan mi tesis:
Lo imposible sólo tarda
un poco más.
Creo, en cambio, en la pasión humana.
En la capacidad de resiliencia.
En el derecho inapelable y cierto
de ser feliz
pese a todo
pese a todos.
Creo en la prepotencia del trabajo.
En el ensayo más que en el talento.
En la sonrisa más que en la memoria.
En el futuro latente,
más que en el pasado cristal.
Pero creo también en los encuentros
en cierta afinidad inexplicable
gravedades magnetismos atracciones
en coincidencias armonizaciones
en cierto hechizo
que hace brillar en tus ojitos siempre tristes
destellos de alegría
en ocasiones.
Aún pocas, pero ciertas, ocasiones.
Creo que lo que pasa
entre dos personas, cuando pasa,
es forzoso inapelable necesario
inexorable imperioso ineludible
indesertable tiránico fatal
y que lo que no pasa
cuando no pasa
es porque era, desde siempre,
inalcanzable.
En ambos casos
mi voluntad es un factor irrelevante
y por lo tanto
me ocupo sin pudor
de disfrutar del viento
que despeina el faldón de la sombrilla
la grata compañía
la chispa de tus ojos cuando brillan
la creación de a dos de una poesía
de una escena, de un sueño compartido.
Y a no pensar en nada.