Hoy me conmueve el recuerdo,
-mi crisálida en volandas-,
de aquel encuentro primero
que se vieron nuestras almas
como presagios tangibles
al desplegarse las alas,
con la pasión acechando,
con la pasión despertada.
Aquel mirarte a los ojos
fundiéndose las miradas,
buscándose y esquivándose,
insumisamente esclavas,
en el bullir de la noche,
aquella noche temprana,
distraídamente corta:
toda la noche era alba.
Iba el rumor de tu pelo:
(aquella noche temprana)
tejiendo tirabuzones
de afiladísimas dagas,
como un rumor de corales
negro de plata y escarcha,
entre tizones sangrientos
perfilándote la cara,
¡ay mis ojos, encendidos!
¡Ay mi arrebatada entraña!,
mientras el viento tejía,
mudas y desenfrenadas,
cabriolas, serpentinas,
remolinos en tu falda,
caracolas de ilusión
recorriéndote la espalda.
Ay niña de terciopelo,
de cera, de mimbre y ámbar.
Era la noche de estrellas
como el rubor de tu cara;
el corazón, al galope,
a la vista y a las claras,
iba pintándote un beso
sobre tus dientes de nácar
como un pergamino en blanco
de pasiones desatadas.
Y los suspiros fluían
del nudo de la garganta,
como un reguero de pólvora
vorazmente propagada,
a quemarropa, en el pecho,
y tú, crisálida en llamas,
vívidamente morías:
vívidamente y al alba.
Gonzaleja