Noche fría de invierno.
Oteo el horizonte. Contemplo el cielo estrellado. Hoy me parece hermoso, luminoso, pleno.
Mi abuela Magdalena, en mi más tierna infancia, me contó que las estrellas eran las almas de los difuntos, de aquellos que ya no están a nuestro lado y que desde la distancia, nos iluminan y protegen. Cuando las contemplo recuerdo sus frases como si fuera ayer. Aunque han pasado los años y soy adulto, quiero seguir creyendo en sus palabras. El día que murió mi madre, en la noche, salí al jardín y admiré el cielo. Pude verificar una nueva estrella. Sin duda era su alma, titilante, blanca, preciosa, bella. Elevé una oración. Dialogué horas y horas con ella. Abundantes lágrimas acompañaron mi sentir, el dolor por la distancia y a su funeral no poder asistir.
Veo como aparece lentamente la luna a lo lejos. Sus reflejos van acariciando todo lo que está a su paso. Misteriosa le da un toque mágico al ambiente.
Me abrigo, pues el viento gélido me abraza; roza mi tez, besa mis cansados ojos.
En silencio contemplo y callo. Quiero hacerme uno con tan excelso misterio.
Noche silenciosa, que otorgas paz y reposo. Sosiego, quietud y gozo.
Entras por mis sentidos a lo más profundo de mi alma, concediéndome la calma.
Aspiro tu dulce fragancia, mezcla de jazmín, musgo salvaje y acacia.
Envuélveme, susúrrame tu más profundo secreto, sé mi escondido amuleto.
¿Dónde te escondes al llegar la autora? Muéstrame donde reposas ¡oh mi querida y elegante señora!
Seré tu fiel admirador ahora y siempre, como en otrora.