No tendría que ser necesario hallar a alguien para que te des cuenta que realmente estás vivo, sientes y eres libre.
No tendría que ser necesario que tengan que acariciarte y envolverte dentro de unos brazos, para que te sientas a salvo, protegido y seguro.
No hace falta de nada, ni de nadie para que te hagan entender qué y quién eres.
Mucho menos necesitas que alguien te hiera, que alguien se vaya de ti, para darte cuenta que respiras, que tu corazón late, que tus ojos aún llorar o tu voz aún suplica.
No hace falta de nada, ni de nadie para que comprendas que debes usar la cabeza antes de entregarte.
Pero solo hace falta alguien, una palabra, una caricia, un adiós, para paralizarte eternamente, para detener tu cabeza y dar cuerda a la falta de cordura; para que después, acabado y malherido regreses a ti mismo, roto y perdido, pidiéndote perdón.
Porque no tendría que ser necesario el insignificante dolor que se sufre en ocasiones; sin embargo, ocurre y te corrompe, y te cambia, y te olvidas.
Para después regresar implorando clemencia a tu mente, que mucho antes de que pasara todo, ella ya venía advirtiéndote, pidiéndote recapacitaras, y ahora se burla de lo que indudablemente predijo, y con voz altiva te vuelve a pronunciar lo inminente, lo predicho: “no era necesario”.