Yo sé de una princesa cordial -oh maravilla-
tan magnífica, tan linda, tan digna del cantar.
Su altar es la balaustra real áureo-amarilla;
una Cólquida nueva es su palacio sin par.
Con la mano apoyada en su rosada mejilla,
vésela suspirando, tan propensa al soñar.
Una angélica luz en su mirada le brilla;
una mueca señala que está triste de esperar.
Esa visión tan sublime, dariana, lugonezca,
transfigura en fortuna lo que fue compunción.
Su faz inmarcesible como una rosa fresca
y dulce, serviráme de heurística evasión;
y según Bienandanza o el sino que merezca
el nuncio anunciaráme a expensas del bufón.