Reconozco que no soy perfecto.
Poseo graves heridas en mi cuerpo
y varias rocas enterradas bajo la piel.
He cargado con el odio de la gente
combinado a la más grande soledad.
Muchas veces contemplo el horizonte
delirando con la chocante imagen
de lo que podría ser otro yo:
silente, luminoso como los astros
y dueño del esplendor de cada bosque.
Acompañado por seres como él
atravesando un mundo ancho
tan puro como su escultura.
Sobre mí caen los tormentos
de aquellos que viven apartándome
y mofándose de mi nacimiento.
He presenciado al frío volverse calor,
la calvicie de los árboles en otoño,
el sonreír del cielo azulado,
incluso reventar los campos de colores
en los tiempos de prosperidad
para encontrarme otra vez solo,
extranjero en medio de los hombres.
Pero también reconozco
que no todo en vida ha sido malo.
De las obscuras minas nocturnas
logro extraer preciosos minerales.
Aprendí a ver distinto a la humanidad
más allá de su arraigada malicia,
valorando su derecho a la existencia
como ella no lo ha hecho conmigo.
Conozco a personas de bondad
que me otorgan calidez en su tacto
y cultivos de perseverancia en su actuar.
Me han enseñado que no soy un maldecido
porque así es como me creó dios.
Y sobre todo, con ellas he aprendido
a no escuchar a quienes me llaman monstruo
porque sé que algún día notarán
que bajo estas tupidas montañas
rugen con mayor fuerza mil trópicos en verano.