Mi amigo Marcos...
Siempre he tenido a los cementerios como el mejor lugar para reencontrarse con la triste realidad, la fragilidad humana, donde reyes y cortesanos son simples lápidas de mármol, donde mendigos o perfumados millonarios son sepultados a mas de cinco metros de profundidad, para que su olor nauseabundo no moleste a los soberbios transeuntes, que olvidan que lo único cierto es que algún día serán parte del desolador paisaje.
Gran parte de mi idea sobre lo inútil de atesorar riqueza para “algún día” disfrutar, y que ese disfrute quizá solo sea una tumba en un lúgubre cementerio lleno de estúpidas flores, que jamás fueron regaladas, cuando el ahora destinatario, gozaba de su olfato y podía deleitarse con su aroma, nació allí. Consentimos mas las tumbas, que la cama del padre anciano. No sabemos qué mas estupideces hacer, para “animar” un sepelio, serenata, lluvia de pétalos, discursos, aplausos... y mientras la persona vivía, la frase mas recurrente era: “Quite de ahí, vaya acuéstese, no ve que estorba?” Todos nos creemos eternos y jamas vivimos para entender que no.
Sin embargo, hay personajes maravillosos, muy pocos infortunadamente, pero cuando uno los encuentra en su camino, siente la voz de Dios diciéndole: reacciona !!! En uno de mis apasionantes Tours fúnebres, por un parque cementerio de mi ciudad, encontré al personaje que me reconcilió con el amor negado. Que me enseño lo imbécil de la famosa frase: “hasta que la muerte los separe”, no amigos, el amor si existe y cuando existe, ni la puerca muerte logra acabar con el.
Conocí a Marcos... Marcos Melo, un hombre de contextura gruesa, de baja estatura y andar lento, mirada lánguida, como la de quien solo espera que algún día su viaje sea sin regreso y su historia de amor continúe como se lo prometió a su adorada Gloria Felisa; setenta y dos años pesan sobre su espalda, pero aun tiene alientos para cada domingo desde muy temprano, emprender un circuito de amor por las tumbas de sus muertos.
Me llamo la atención ver a un hombre sentado a la sombra de un pequeño arbusto, con un rosario de madera entre sus manos y en el cual iba contando avemarías que elevaba al cielo en honor de su difunto. Me miró y vi la dulzura del enamorado en sus ojos ya cansados, le solté un: Hola amigo, recibí lo mismo por respuesta y seguí mi camino. Me fui pensando en la escena y presentí que había una historia detrás de ese hombre. Regresé... pero ya no estaba, miré alrededor y lo vi arrodillado ante otra tumba, no muy lejos de allí.
Mi curiosidad de buscador de historias se activó. Me dirigí allí esta vez con decisión. Obtuve su permiso para sentarme a un lado y hacerle unas preguntas. Entendí que debía hablarle fuerte y despacio, le costaba escucharme. Arreglaba la tumba de su madre, Margarita, una mujer que nació con el siglo XX, el primero de enero 1900 y vivió setenta y siete años, tuvo ocho hijos y Marcos es el único que sobrevive. El, siempre pendiente de la tumba en donde este seis de septiembre, hace cuarenta años la devolvió a la tierra. Una tumba bien cuidada... con lápida nueva, para la ocasión. Colocaba parte de las flores que aún llevaba consigo porque según me dijo: Debía ira también a la tumba de su suegro, distante unos docientos metros, y las de algunos de sus hermanos a unos quinientos metros en otra dirección.
Mi inquietud era la primera tumba en que lo encontré. Era mi esposa, me dijo, nació el seis de septiembre de 1948, llevo cuarenta años celebrando el cumpleaños de mi esposa y conmemorando el fallecimiento de mi madre. Me casé con La Felisa, el sábado veintitrés de Mayo de 1964, era una pollita de diez y seis años, hermosa la condenada, yo tenia diez y nueve y unas ganas de trabajar para hacerla bien feliz. Me dio dos hijos, que por ahí andan. Hace tres años, el veintiocho de julio de 2014, lunes, faltando solo dos meses para cumplir cincuenta años juntos, se me fue. Pero yo vengo cada ocho días a verla, aunque por mi salud, tengo que hacerlo ahora cada quince días. A ella le arreglo sus flores, le decoro su lecho con pétalos y rezamos el rosario.
Si, eso fue lo que me inquietó. Marcos no parecía orando, sino conversando con alguien, el lecho de la tumba estaba decorado con pétalos de rosa, muy seguramente como muchas veces se lo decoró en vida, para vivir su eterno amor, ese amor que no murió con la partida de su Felisa, si no que al contrario se reavivó en la fe y la esperanza de volverse a encontrar algún día para continuar amándose. Gracias amigo Marcos, gracias por la enseñanza de vida que me regalaste el soleado domingo tres de Septiembre de 2017, en Jardines de Paz, al norte de Bogotá, la ciudad en que sobrevivo y en la que algún día me volveré parte de la tierra, aunque en mi tumba no habrá un cariño tan dedicado como el tuyo, un hombre que cree que el amor si es eterno y la muerte solo es una pausa, no un final. Como te lo prometí cuando emocionado estreche tu mano, algún domingo de estos te buscaré y me contarás historias de amor, que de seguro tendrás muchas.
Ron Alphonso
3 de septiembre de 2017