IV
Ya no queda más que dar paso, a las sombras,
vestidas de noches y rayos de luna,
ocultos en aquella alfombra, que causó embeleso,
donde una fugaz estrella firmó el último beso,
de aquellos labios envueltos de penumbras,
y el recuerdo aquel que mi pecho acuna.
Si recuerdo la luz que se coló por la hendija,
de los arrabales de la alcoba de seda,
que silenciaba el ruido hondo del cerezo,
de la noche donde fue mío su beso,
y dos botones vírgenes descubrí en su pecho,
encerrando la tibieza de la lluvia, que se queda
en la levedad, de una gota de rocío, en el lecho
de aquella mirada, escondida entre la niebla fija.
Conservo de esa mágica noche, todavía,
el piano aquel que en las notas moría,
y mi cuerpo ausente sin memoria y loco,
que se perdió lentamente y poco a poco,
en aquella noche yerta, rígida, llena de luto,
y los rayos de la luna entre el ventanal se movían,
alumbrando la alcoba donde tu boca fue mía,
y los rezos tristes de mi labio inculto,
en las oscuras sombras del viento se perdían.