Alberto Escobar

Walden

 

 

 

 

 

SE DECÍA de él que rebullían desde sus adentros los escasos verdores
que el quemar del tiempo le dejó por descuido.

Aunque frisaba ya en los noventa, en su pueblo se le seguía viendo a la
hora en que la mañana extiende sus primeros desperezos, andando
hacia el espeso bosque que acariciaba el monte Frascario, promontorio
que presidía ufano el villorio del que jamás salió.

Adoro la bofetada que el frío de la mañana me atiza nada más asomarme
a la intemperie, decía con orgullo a quien le interpelaba sobre esta insólita
costumbre, y acto seguido detenía su mirada en el rostro del osado curioso
para atrapar los pensamientos que se dibujaban entre sus facciones.

Le fascinaba adentrarse de puntillas entre los dormires de los álamos para
sentir la respiración del pulmón verde que se explayaba inmenso a su
alrededor, así como acechar el deambular de las alimañas en procura de
alimento.

Hace tal que veinte años, inspirado por la lectura de Walden de Thoreau,
se lanzó a una pequeña cabaña fabricada de leños y hojarasca amén de algún
que otro lienzo de tela que pudo agenciarse, donde vivió aislado y de lo que
pudo durante dos semanas para experimentar las sensaciones del protagonista
de la obra cumbre del pensador norteamericano. Fue una experiencia que
pergeñó en su alma un vínculo inmarcesible con el bosque, que lo erigió desde
entonces como un miembro más de su familia.

Ayer me lo encontré en la calle mayor de su pueblo, con un aspecto envidiable 
a sus ciento seis años, y no pude por menos que detenerme para mostrarle mi
más absoluta admiración y respeto por su ejemplo.