Tus aguas abrazan mi piel dormida,
cálida avanza bajo mi carne
y alcanza regiones, hoy desconocidas
mañana compañia y elemento de la vida.
La arena, bien al fondo,
suave de tanto fluir por sobre ella
la marea tranquila, inconstante,
que choca conmigo:
una caricia, dos golpes y tres giros,
hacen de mi cuerpo transformado,
manjar para cariñosas algas
que se alimentan con el roce,
conexión breve del tiempo.
Mis brazos, ya aletas, agitan
en desesperada sincronía
las burbujas que brotan de mis pies.
El pecho se expande, se completa,
trayéndome a la superficie.
Un respiro, sobrevivo,
narices líquidas y oídos nublados.
Por sobre mío, la llanura celestial,
formas asimétricas, imaginarias,
oscurecen centímetros,
frenan el destello,
protegen de la quemadura y
su molesta razón de ser.
Siempre la fuerza sobresale,
menos ahora, cuando el viento
refresca mi placer acuoso,
agotando las opciones,
oponiéndose a la calma
absoluta de mi vuelo,
llevándome a la orilla,
donde inoportunas rocas
reciben lo absurdo y contradictorio
de mis formas flácidas,
espesas,
mojadas.
La distancia me acompaña,
el frío, el calor,
olores que perduran,
toallas que no secan,
un sitio cargado para volver a comenzar.