Dormir con alguien era una peste que evitaba a menudo,
estaba vacunada, curada del espanto,
lista para superar aquella soledad en la cama.
Este tipo de acción
no necesariamente tenía que ver con hacer el amor o tener sexo,
una pereza meditada.
El simple hecho de amanecer entre unos brazos ajenos me quitaba el apetito.
Ese estrepitoso ritual de desayunar y
despedirse con gesto cotidiano con quien a veces no compartís más nada.
Nada.
Le huí a los acompañantes de la noche durante muchos años,
me negaba a repartir esos abrazos eternos que duran 6 o más horas,
ese calor que cura cuando abrís los ojos y hace un frío que pela afuera.
Me negué hasta que me ganaron, me conquistaron,
me pusieron la banderita de la \"valiente forma de ser uno con otro” entre las sábanas.
Ahí caí, entre un cuerpo que me habitó hasta la zona más olvidada,
una especie de manta pegada a los poros
de la que no podés ni querés salir.
De repente las tostadas y el café son cosa de siempre,
y la solicitud de extensión del tiempo/lapso
entre el sueño y la vida misma.
Un \"no te suelto\" que es más que cierto,
un susurro amoroso de tus virtudes en el compartir,
ese agradecido reconocimiento
de estar haciendo las cosas con cariño.
Unos ojos grandes te despiden en la oscuridad,
te miran con ese “no sé qué\" emocional
que sólo las pupilas pueden decir, y así amaneces,
como si nada pudiera turbar aquel orden
impuesto por dos cuerpos que se buscan,
se desean, pero, sobre todo, se amontonan.
Qué lindo ese quilombo de piel encontrada
en un choque con sabor a caricia,
qué lindo sos y qué bien te sale amar.
Pero dormir resulta también parte del juego onírico,
una conexión perfecta que,
de repente, se topa con la cotidianidad.
Despertamos y somos desconocidos de nuevo,
hasta que entre las sábanas nos volvamos a hallar
¿Cómo podía no preferir ese mundo que creamos?
Si la calle apesta a silencio,
a palabras entre los dientes que no queremos pronunciar,
mientras que en aquel otro lado
nos desnudamos con solo respirar.