Amaneciste sin fe en la íntima
canción que bordoneó el juglar,
abriste como cada día el postigo macilento:
la casa de cal no tenía árboles
y tu corazón, quebradizo, retornó cojeando
a la penumbra de ollas y leche
de vaca.
Con el tedio de verano sestean
las ansias de rozar la piel,
fluir constante de aroma femenino
obesidad de años en el verdor
de los barrancos. ¿Dónde fuiste
dador de dones? Pan de masillas,
sal de iris, vino derrochado
en otras mesas y en ésta
quedó el mantel incólume.
¿A qué barrote hay que asirse
para no ceder a las dentelladas
del caimán?
Ruecas de nata cuelgan
en tu cabecera. El galope azul
de un fornido caballo blanco
golpea a menudo en tu sien.
Repatalea. Chirrían los cascos
en los guijarros.
Te levantas.
El viento pasa sin fronteras,
escondes las manos en el terciopelo
arrugado de tu vientre. Presionas
con tesón la cuenta del rosario.
Te llama la siguiente