Acababa el sol de encaramarse a su cenit cuando ocurrió
lo que siempre ocurría.
Ventanero como de costumbre, en aquellas horas en que
el tedio nos rellena el alma, Jorge Juan se afanaba en
imaginar...
A cada desconocido que se dignaba por azar ofrecerse a su
vista le colgaba el sambenito de su acerada imaginación.
A una mujer, que cruzaba rauda bajo el alféizar, le endilgó un
marido banquero y dos hijos, todavía infantes, y un pesar sobre
su corazón por sentirse mal querida. A un joven agraciado que
irrumpió corriendo en el teatro de los hechos le hizo víctima de
un complot que su jefe estaba pergeñando para despedirlo de
manera procedente. A un anciano...
Así pasaban las horas hasta que su estómago sonaba cual alarma
gusanera, cuando volvía grupas hacia el salón y desaparecía hasta
las primeras horas de la tarde.
Según referencias vecinales, Jorge no abandonó esta costumbre
hasta el último instante de su existencia, habiendo creado más de
mil vidas imaginarias, ninguna de las cuales coincidieron nunca con
las reales.
Ni siquiera la suya.