Reinaba la niebla en nuestros alrededores.
En las casas era venerado
el oro que poseían los árboles.
Los perros bajo el cielo cubrían
sus soledades con el pelaje del otro
En el parque podíamos verles
ardiendo en mitad de la tundra.
Al empezar la monarquía del silencio
los hogares alistaban el festín nocturno.
El azúcar, las tazas y cucharas degustaban
las migajas yacientes en la intensa tertulia.
Ondas de calor disparan las bocas para encender
la brasa del horno que otorgaba alma y textura
al esplendoroso pan de nuestras vidas.
Lo que antes fue ya no era lo mismo:
arces relucían la desnudez del tiempo,
huertas atravesaban períodos de ayuno,
el viento barría los pétalos sobrevivientes
de la masacre que extinguió a los jardines
y un funesto barco redondo en el horizonte
como preludio del fin de aquellos días.
Llego el día en el que nos devolvieron todo.
Los arces flamearon otra vez sus cabellos
como lo hizo la bandera de mi patria,
las aves volvieron a sentarse en su trono,
la vid dio a luz a sus primeros hijos,
los perros estallaron por la furia acumulada
y las familias fueron fragmentados glaciares.
Poco después esos días regresaron a esparcir
las cenizas que restaban de su reinado.
Pero nunca le vimos llevarse
El espectro sembrado en sus huellas.
Y nosotros bajo nuestra condición de carne
seguimos avanzando sin nigún tipo de piedad
como la marea arrastra la arena de playa hacia el mar.